Yo solía volar en primera clase por todos los cielos de este planeta. Me conocía cada aeropuerto del mundo como la palma de mi mano. Un alto y apuesto ejecutivo, trajeado a medida, con gemelos de oro y maletín de Cartier. Mi tarjeta de presentación era de platino, y mis gustos sobre mujeres, de oro blanco. Premiaba cada nueva cuenta, cada cliente engatusado, con un festín sexual. Diferente cada vez. Me homenajeaba y me idolatraba a mí mismo. Era el mejor. El jefe.
En mi último viaje a Amsterdam, la capital de mis sueños felices, alguien -un maldito diablo-, me recomendó un pub oscuro y semisecreto, cuyo mayor lujo eran sus imponentes chicas: las había de todos los colores, sabores y olores. Mi único problema, aquel 31 de octubre, era decidirme por una de ellas. Recuerdo que estaba sentado tomándome un whisky y observando la belleza femenina, cuando una mujer distinta a todas hizo acto de presencia. De repente apareció y de repente lo vi claro: sería ella. Para mí y para toda la noche. ¿Cuánto suponía? Lo que fuera. No tenía opción.
Me levanté como un poseso y me dirigí a su cuello, donde extasiado pregunté qué debía hacer para tenerla a mis pies, y me devolvió el susurro con una réplica que me calentó y congeló a un tiempo: -“Serás tú quien se arrastre a los míos, y lo serás hasta que yo lo desee…” Entonces me tomó del brazo y me condujo fuera del local. Hacía frío, pero yo no lo notaba: iba como anestesiado por su perfume, su mirada y su seguridad. No era una mujer común, de eso no había duda, y mi ego pronto iba a descubrirlo.
Hoy hace un año de aquello -aunque a mí me parece una eternidad- y sigo en Holanda. Al principio no comprendía lo que pasaba, y gracias a mi reducido cerebro incluso me sentía feliz a su lado, pero un buen día, la mujer que jugueteaba conmigo, me alimentaba y permitía que me paseara lascivo por todo su cuerpo, sonrió, cogió un espejo, y -enfrentándome a él- me lo explicó sin mediar palabra: yo era una serpiente. Y ella, sin duda, una bruja.