Un policía pelado y gordo cruza la plaza desde la estación hacia el kiosco.
El uniforme está impecable. Oscuro. Estirado. Seguramente, si no se lo puso planchado, se planchó al ponérselo. No le sobra un centímetro.
Llega al kiosco, apoya una mano en el canto de la pared, un pié en el escalón y revisa la oferta. Gira la cabeza. Tiene rollos en el cuello. O más bien, cabeza y cuello son una misma cosa, no se sabría donde termina uno y empieza lo otro si no fuera por una angosta banda de pelo rapado que le recorre la nuca de oreja a oreja.
Tiene un arma colgando de la cadera. Cae sobre su muslo suculento. No flojo, ni interesante a la mirada femenina, pero poderoso. Tiene un escudo en su brazo. Un escudo importante. El calor le acortó las mangas a la camisa y después del escudo, sigue un brazo abundante, no fofo, abundante: Músculos, venas, piel que habla de haber estado mucho a la intemperie aunque su tendencia sea más bien rubicunda. El brazo termina en una mano peluda y redondeada, pero no por lo redonda menos poderosa: Dedos anchos, uñas prolijas sin obsesión.
Mientras piensa mirando las golosinas, tiene actitud de acodado en una barra. No se sabe si va a pedir un whisky, un martini, un atado de cigarrillos, tabaco para pipa, cigarros cubanos o un sándwich completo de mortadela.
En eso, sin cambiar la posición, mira directo a los ojos del kiosquero y sale de su boca un hilo agudo de voz:
-¿Tenés un alfajor Chocoarroz?