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Ojo de Dios, oído del Diablo (Artículo de Rafel Argullol en El País)

Publicado el 21 julio 2013 por Azneneita @jav_atienza
"Lo que ignorábamos es nuestra colaboración activa en el arrasamiento de la libertad individual gracias a las conversaciones, mensajes, cartas e imágenes que cedemos a empresas sin escrúpulos para que, transformados en pura mercancía, seamos impunemente encerrados en cárceles de sospecha".

El verano pasado fui a comprar un coche. Les ahorro los detalles automovilísticos para explicarles por qué no lo compré. A mí me preocupaba la altura del volante. El vendedor, un hombre muy atento continuamente pegado a la pantalla del ordenador, me explicó que en el modelo de coche del que estábamos hablando la altura del volante era adaptable. De repente pareció encontrar lo que buscaba en la pantalla y dijo: “Como usted mide metro ochenta y siete…”. Me quedé perplejo. Comenté: “¿Cómo sabe mi estatura?”. El hombre, al inicio, no reaccionó. Luego, por fin, sacó los ojos de la pantalla y me miró desconcertado. Se hizo el silencio. Le repetí mi pregunta. El vendedor pasó del desconcierto a la desesperación, como si no estuviese acostumbrado a este tipo de preguntas por parte de los clientes. Contestó con ansiedad, señalando a su ordenador: “Lo dice aquí”.
El resto de nuestra conversación duró 10 minutos, en los que no solo se frustró la venta de un coche sino que se aclararon algunos enigmas. Le pedí al vendedor que me dejara ver “lo que decía allí”. Alegó débilmente el carácter confidencial de aquellas informaciones, aunque se derrumbó pronto al advertir que se trataba precisamente de mi confidencialidad, y no de la de ningún otro cliente. Balbuceó que estaba avergonzado, pero que no se trataba de un asunto de su establecimiento sino de algo que procedía de la empresa multinacional de la que él era un mero empleado.

Siempre había información relacionada con hipotéticos clientes y, como todos los ciudadanos eran hipotéticos clientes, en el ordenador había información sobre todos. Me senté a su lado y leí en la pantalla las cosas que me concernían. Eran muchas, tantas que incluían una operación en la espalda a la que me había sometido años atrás. De vez en cuando interrumpía la lectura para mirar a los ojos a mi interlocutor. El hombre estaba con la frente sudada pese a que el aire acondicionado de su despacho era potente. Finalmente, harto de leer informaciones que, naturalmente, ya sabía, junto con otras que apenas recordaba, me levanté de la silla y me despedí. El vendedor se disculpó con bastante torpeza, pero creo que con sinceridad.
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