Revista Literatura

Ojos

Publicado el 29 julio 2011 por Netomancia @netomancia
María comenzó a temerle a su hijo cuando éste aún no había cumplido los seis meses de vida. No le parecía normal que su bebé la observara todo el tiempo y que esa mirada fuese tan helada. Si ella se movía hacia la derecha, los ojos no se apartaban. Si iba hacia la izquierda, sucedía lo mismo. Aquello le resultaba extraño, y si bien no lo confesaba, le provocaba escalofríos.
Cuando comenzó a gatear, notó que por más que se alejara dentro de la casa, a los pocos segundos lo tenía detrás. Más de una vez volteó y se lo topó, allí en el piso, a punto de aplastarle una manito con su pie. Pero no era la sorpresa y el temor de casi haberlo pisado lo que le arrancaba un alarido, sino esos ojos oscuros, penetrantes, abiertos de par en par que no dejaban de posarse sobre ella.
No se animaba a contarle a su marido. Lo veía llegar cansado del trabajo y era tan cariñoso con ellos, que pensaba que cualquier comentario sería una forma de expresarle su disconformidad con el hecho de ser la que durante todo el día debía hacerse cargo de la casa y la criatura al mismo tiempo.
Sin embargo, le daba bronca que no se diera cuenta de cómo la miraba el niño. En las comidas, desde su sillita alta, el pequeño le dirigía la mirada todo el tiempo. Ella había intentado llamar la atención de su esposo, para que se percatara de aquello, pero no lo logró.
Lo que más la aterraba, era esa falta de afecto en las pupilas, que a veces le recordaban a un par de fosas. Al año y medio la situación no había cambiado. María no podía dormir. Se imaginaba a su hijo de pie bajo el marco de la puerta, observando hacia la cama. Tenía pesadillas. Le costaba entregarse al sueño. El miedo había tejido una capa alrededor de su cuerpo y vivía con ella todo el día.
En vano había intentado convencer a su esposo de mandar al pequeño a un jardín maternal. ¡Al menos para evitar esa mirada unas horas al día! Pero con razón el había alegado prescindir de ese gasto, dado que ella no tenía trabajo y podía cuidarlo.
No había momento, ni en la cocina, en el patio, en las habitaciones, que no se sintiera vigilada. La noche en la que no soportó más la situación estaba bañándose. Había cerrado la ducha y se disponía a buscar el toallón, del otro lado de la cortina de baño. Al descorrerla, él estaba ahí. Dio un respingo y un grito, todo al mismo tiempo. Sin pensarlo se acercó al niño y le pegó un sopapo en el rostro. El ruido fue ensordecedor, retumbó entre las cuatro paredes.
Aguardó el llanto del niño, sería inevitable. Y luego la reprimenda de su esposo. Pero el niño no lloró. Ni tampoco le quitó la vista de encima. María entró en pánico. Retrocedió, hasta dar con la pared. Cerró los ojos y empezó a gritar, enloquecida.
Su marido llegó corriendo. Pensó que se había caído. Desde entonces, ya nada fue igual. Esa misma noche la internaron. Primero en un hospital, luego en un hospicio. El la visita todas las tardes, antes de ir a trabajar. Hace tres años que no lleva al niño. Por alguna razón ella se pone histérica al verlo. Le cuesta creer que el pobre no pueda ver a su madre.
Cuando está en su casa, en la soledad de las noches, se replantea rehacer su vida. Pero piensa en María y desiste. Confía en que alguna vez se repondrá. En tanto, lo tiene a él, a su pequeño. Tan dócil y amable, tan buena compañía desde que no está ella. Si no fuera por él, no sabría que sería de sus días. Apaga la luz y se sumerge en el sueño, sin soltarle la mano a su pequeño. Y sueña con ella, con tenerla de nuevo en casa.
Ella, entre paredes acolchadas, también sueña. Se ve corriendo, ya sin aliento, pero no puede detenerse, porque cada vez que lo hace, el niño está detrás. Y ya no son ojos los que la miran, sino dos puñales ensangrentados que claman por su cuerpo.

Volver a la Portada de Logo Paperblog

Revistas