“La vida es un acto de dejar ir, de renuncia, pero lo que más duele es no tomar un momento para decir adiós”
Un pensamiento funesto, lo admito. Pero no por eso deja de ser menos cierto. Y es que a medida que van pasando los años, esta frase (creo que sacada de Life of Pi) cobra más y mas sentido.
Con ojos de niño es difícil darse cuenta, sin duda.
En esa época estamos demasiado ocupados aprendiendo cosas “útiles” en el colegio, aprendiendo a lidiar con nuevas emociones y en general a ser egoístas como solemos serlo todos.
Nuestros padres, esa eterna figura de autoridad, están ahí siempre.
Damos por sentado nuestras pagas semanales, aun sin entender bien el concepto de dinero.
Consumimos televisión, videojuegos, comics… todo tipo de información que bombardea nuestros sentidos y pueblan nuestra cabeza de nuevas ideas y antojos. Aún sin entender bien el concepto de marketing, exigíamos a nuestros padres ese aquel caballero del zodíaco nuevo o ese videojuego de las tortugas ninja sin el que no podías pasar otro día mas.
La escuela era aquel lugar al que (aun sin saber muy bien por qué) no querías ir. El instituto sin duda solo complicó las cosas.
Con una sobrecarga de hormonas por bandera, la llamada pubertad sacó el peor lado de nosotros.
Nos llevó al pináculo (salvo por casos excepcionales de pubertades prologadas a lo largo de las décadas) de lo que sería el gañán interno que todos llevamos dentro.
Dábamos por sentado que tanto profesores como padres eran una especie de gran hermano, una autoridad siniestra y vil contra la que debíamos aliarnos y rebelarnos. Aún sin entender bien el concepto de sociedad.
Pero todas esas experiencias y etapas son necesarias. Porque sin ellas no seríamos el adulto que hoy está escribiendo (o leyendo) esto.
Necesitamos reir, llorar, envidiar, odiar y amar a mansalva para cogerle el truco a cada una de esas emociones.
Necesitamos forjar amistades, amores y enemigos a partes iguales porque cada una de esas relaciones nos ha enseñado un poquito a relacionarnos dentro de esta sociedad.
Y sobre todo necesitamos cometer errores, cuantos más mejor. Para aprender a salir de cada uno de ellos. Y sobre todo para aprender que, por mucho que la cagues, la vida sigue.
Porque a fin de cuentas, el tiempo todo lo borra, o en el peor de los casos, suaviza.
Creo que a medida que pasan los años tus ojos cambian. Tal vez sean esas arrugas que los van acompañando y que antes no estaban ahí las que dan forma a esos ojos de adulto.
Y es que un buen día te das cuenta de lo mucho que has pasado por alto a lo largo de estos años, tal vez porque nuestra atención estaba enfocada en otro sitio.
De vez en cuando me gusta sentarme en el suelo de casa. Ponerme música, cerrar los ojos y volver atrás en el tiempo dentro de mi cabeza.
Veo desfilar un montón de rostros, de situaciones y de lugares.Situaciones embarazosas de las que creí en algún momento no poder recuperarme. Rostros de amigos que en algún momento se jurando amistad eterna, y caras de antiguas amantes por las que en algún momento creí morir de pasión.
Me llegan muchos momentos en los que he sido un ingrato, tanto con mi familia como con mis amigos o profesores. Momentos en los a los que me gustaría volver y darme a mi mismo una buena bofetada.
Muchas de esas imágenes han quedado atrás y se van sintiendo cada vez mas lejanas. Cada vez cuesta mas recordar los detalles de esas caras o situaciones. Pero lo que me queda claro cada vez que paseo a través de esos recuerdos es que el tiempo por regla general siempre termina llevándoselos por delante.
Recuerdo inicialmente sentir una tremenda aflicción. Darme cuenta de que mucha gente ha dejado de formar parte de mi vida fue un shock importante.
Como es de prever mis primeras reacciones fueron tratar de restablecer el contacto ya sea a través de mail, facebook, etc… con viejos compañeros de trabajo, clase etc.
Pero incluso en los casos en los que logré restablecer el contacto, me di cuenta de que aquella persona había cambiado. No se correspondía con el recuerdo en mi cabeza. En la mayoría de los casos les habían crecido igualmente arrugas en torno a los ojos, y su manera de mirar el mundo a su alrededor sin duda había cambiado.
Fue entonces que caí en la conclusión de que gran parte de “ser adulto” consiste en saber despedirse de lo que te rodea.
Esto que puede sonar drástico no tiene por qué ser necesariamente malo.
Por supuesto siempre habrá despedidas amargas, de esas en las que se impone la lágrima, pero hay también despedidas buenas.
Dejar ir a aquello que no forma ya parte de tu vida es un proceso natural, aunque a veces queramos tratar de mantener todo nuestro entorno inalterado. Supongo que porque como seres humanos, no estamos realmente acostumbrados al cambio y nos resulta más fácil lidiar con nuestro día a día en un entorno familiar.
Pero yo veo muchas de estas despedidas como una oportunidad para “hacer hueco” a algo nuevo. Algo que ha llegado a mi, o que he terminado eligiendo a base de depurar mis elecciones y mis gustos.
Es como cuando tenías 18 años y te emborrachabas con el primer kalimocho de garrafón que pasaba delante de ti. Y ahora puedes tomarte el tiempo necesario para elegir el tipo de whisky que te apetece degustar.
Y sin embargo hay despedidas que nos vienen impuestas, esas que uno no elige. Y esas… amigos míos. Esas son no son fáciles de digerir.
Hay quien dice que es necesario “ejercitar” el dejar ir las cosas para que este tipo de despedidas no nos duela tanto. Pero yo no tengo claro que funcione.
Igual es que aún me falta arrugas al rededor de mis ojos de adulto para terminar de entender…
Sea como sea el tiempo lo dirá.