El vestido baja al ritmo frenético al que trabajan las maquinaria industrial sobre la que se halla el cuartucho. Casi no puedo mirar, porque me duelen los ojos. Pero delante de mí aparecen todos los pecados capitales, los más mortales y los más viles, todos reunidos en la belleza de una sola figura desnuda, desprovista de la seda de su vestido.
Me doy cuenta de que mis respiración se acelera tanto como mis pensamientos y pronto, comienzo a sudar.
Aquella mujer se acerca. Un latido se descompasa del resto y eriza mi cuerpo, el resto lo imita y me hacen comenzar a temblar. Siento también un cosquilleo que me recorre desde la planta del pie hasta la nuca y concentro mi mirada en sus ojos de tigre.
La silueta ya no es silueta, sino que es carne y piel sobre mi cuerpo. Y comienza a desabrocharme la camisa. Como un reflejo mi brazo se pasea sobre su espalda y acaricia luego mi mano su vientre.
Sensual. Excitante.
Tardo un poco en reaccionar cuando me doy cuenta de lo que me propone. Quiere que beba de ella. Juego con sus pechos. Me entretengo, pero sé lo que debo hacer. Ya no son mil los pensamientos que me atraviesan el cerebro, sólo uno: “túmbala sobre la mesa y siente por los dos”.
Como la corriente eléctrica, los pensamientos activan mis brazos y mis piernas y me dan la fuerza para levantarla y aprisionarla entre mis brazos y la mesa.
Sus labios parecen más rojos, y sus ojos más brillantes.
Hace calor y comienzo a notar como nos fundimos al contacto de nuestra piel. Ella me señala con los ojos y luego su cuerpo me indica el camino hacia su interior, hacia su alma misma.
El sentimiento más completo. El circulo que cierra el ciclo de la vida.
Ya no había tiempo, ni espacio, ni mundo girando. Ya no existía nada fuera de nuestras figuras, nada fuera del entrar y salir de nuestros cuerpos, porque la existencia se apagaba al ritmo de nuestra respiración.