Lo primero que hacía cuando llegaba a casa de mi abuela era subir las escaleras en busca de sus olores. Los olores de la casa y los de mi abuela. Asomaba mi nariz a los cajones de los armarios, a las mesillas, como si fueran cofres que escondieran tesoros, en busca del comienzo del verano, de las bolas de alcanfor y del jabón blanco.
Dicen que el olfato es la sensación que más tiempo permanece en nuestra memoria. No podría describirlo, cómo era aquel olor de sentirse tan a gusto, de ser tan pequeña, pero sí reconocerlo en cuanto vuelvo a abrir el cajón de alguna cómoda, a pesar de las reformas en la casa o a pesar de las ausencias. Por eso me costó decidirme a hacer el cambio; a aprovechar la mesilla gemela a ésta que mi madre me brindaba para convertirla en mi propio depósito de tesoros.
Con ese deseo de conservar su olor (ya ves qué capricho), decidí evitar la pintura y probar con el papel. Lo demás, ya te imaginas. Lija, acabar con la carcoma, imprimación, cola, tijeras y mucha mucha medida.
Y éste es el resultado. Una mesilla labrada con un relieve de flores infinitas.
¿Te gusta? A mi me tiene enamorada. Pero, ¿sabes lo mejor de todo? Es que si hundes tu nariz en su interior e inhalas con fuerza, todavía puedes percibir un aroma extraño, que no sabría explicarte, pero que es como el verano. Y no hay cosa que más me guste en el mundo que el buen tiempo.