Revista Diario
Llegaba con esa liturgia repetida y observada por turistas, transeúntes y colegas del día a día para montar la fiesta de las palabras. Era su mesa un callejero e improvisado laboratorio de poemas. One word, one poem y así en la mañana y en la tarde hurgaba en su armario mental de ocurrencias buscando las frases que incardinaran un camino final de texto para felicidad del cliente fugaz. Era su honrada manera de ganarse la vida. Aquella turística plazuela hacia las veces de oficina y regularmente contentaba con pasmosa facilidad a paseantes románticos, amigos de la nostalgia y a quienes de forma importante se daban aires de literatura. Las teclas de su antigua máquina de escribir ponían la banda sonora a su don y ella la cuidaba con veneración; era el motor de su empresa. Cuando las palabras gritaban ¡basta! ella recogía sus bártulos y volvía a casa. Contaba las muchas monedas y los ocasionales billetes, guardaba el monto en su cajita de caudales y ya, en la soledad de la noche, volvía a enfrentarse a la escritura esquiva de su eterna novela.