Pero ojo a la cronología: primero fue en la minería, luego en el sector textil y solamente en el último tercio del siglo XIX, cuando se mejoraron los procesos y el consumo de energía -lo que hizo que fuera económicamente viable- se generalizó a los transportes, especialmente al barco de vapor. Y esa cronología cambia de unos países a otros, de manera que cada uno adaptó todos estos cambios a sus circunstancias peculiares, antes o después. Institucionalmente, fue necesario que la organización empresarial se amoldara. El empresario tradicional quedó obsoleto, se inventaron nuevos modos de financiar la tecnología y se promulgaron leyes que otorgaban patentes para proteger a los inventores. El mercado de trabajo sufrió ajustes, no solamente porque hubo un éxodo rural que llevo a muchos trabajadores del campo a la ciudad, sino porque el modo tradicional de fabricar manufacturas (maestro y aprendiz en un taller, trabajando sobre pedido) cambió radicalmente: aparece la fábrica y surge la necesidad de nuevas instituciones. En 1848, John Stuart Mill defendía la libertad de los trabajadores para asociarse en sindicatos, pero también la de los empresarios para adoptar la forma de sociedades anónimas, que hasta entonces estaba prohibida. Paralelamente, los medios de comunicación sufrieron su propia revolución: la prensa democratizó la opinión. Las mismas dudas que hoy brotan acerca de la manipulación de la gente y su dificultad para desarrollar criterio propio en redes sociales, las compartían Carlyle y Stuart Mill. El telégrafo llevó las órdenes bursátiles de Gran Bretaña a Estados Unidos en 1858. El mundo financiero se aceleraba. También las noticias volaban. La diferencia entre llevar un mensaje a caballo entre dos ciudades distantes y el tiempo que tardaba en transmitirlo por telégrafo era revolucionario, para la época. También en este caso fue necesario un tiempo de adaptación. La gente no entendía que no hicieran falta sellos para mandar un mensaje. El precio, al principio, era demasiado alto. La localización, en las estaciones de tren, inadecuada. Pero se fue aprendiendo. Para cuando Bell patenta el teléfono, en 1876, la demanda de mejoras en las telecomunicaciones estaba madura. Si miramos la Revolución Industrial con ojos del siglo XXI, podemos reconocer síntomas parecidos. Las cuatro vertices necesarios para generar un cambio económico disruptivo según Javier González Recuenco -el business acumen, el Factor X, el ecosistema tecnológico y las ciencias de la complejidad- están ahí. Pensemos en cuál es el origen de esta revolución que vivimos. Podemos remontarnos a la primera "máquina analítica" ideada, aunque nunca construida, por Charles Babbage hacia 1822. Pero seamos más realistas. El primer ordenador personal data de 1970. Desde entonces hasta ahora, la aceleración de las innovaciones informáticas, su difusión a casi todos los lugares del globo, su aplicación a las actividades cotidianas es enorme. Sería muy difícil calcular el impacto de la tecnología en el PIB. Se especula con la aportación de la digitalización, pero tengo serias dudas respecta a la comprensión de lo que significa realmente la "digitalización", más allá de las interpretaciones superficiales. Sus implicaciones en el uso de la energía, la legislación, en la prensa, las comunicaciones y en las finanzas huelen a Revolución Industrial. ¿Qué lecciones podemos sacar de la Historia? Se me ocurren varias. Todo lleva su tiempo, pero no olvidemos que la adaptación no es lineal, va a empujones. Todos tenemos vértigo ante los cambios bruscos, lo malo no es eso. Lo malo es cuando el vértigo se convierte en miedo. La mutación es dolorosa, pero merece la pena. Siempre hay un buen y un mal uso de los avances, pero anclarse en lo que se ha hecho hasta ahora implica elegir la obsolescencia. Para asegurar ese buen uso, debemos usar con cuidado las leyes y las instituciones. La politización puede frenar el progreso y pervertirlo. La desregularización completa, sin embargo, puede permitir abusos como el empleo de propiedad intelectual de terceros sin su conocimiento y consentimiento. En cualquier caso, los protagonistas de las innovaciones no deben ser las instituciones sino los ciudadanos que las van a usar. La incertidumbre creciente no trae consigo, necesariamente, el fin del mundo, pero tal vez sí, el fin del mundo tal y como lo conocemos. Y, posiblemente, el principio de un mundo mejor. Está en nuestras manos.
Pero ojo a la cronología: primero fue en la minería, luego en el sector textil y solamente en el último tercio del siglo XIX, cuando se mejoraron los procesos y el consumo de energía -lo que hizo que fuera económicamente viable- se generalizó a los transportes, especialmente al barco de vapor. Y esa cronología cambia de unos países a otros, de manera que cada uno adaptó todos estos cambios a sus circunstancias peculiares, antes o después. Institucionalmente, fue necesario que la organización empresarial se amoldara. El empresario tradicional quedó obsoleto, se inventaron nuevos modos de financiar la tecnología y se promulgaron leyes que otorgaban patentes para proteger a los inventores. El mercado de trabajo sufrió ajustes, no solamente porque hubo un éxodo rural que llevo a muchos trabajadores del campo a la ciudad, sino porque el modo tradicional de fabricar manufacturas (maestro y aprendiz en un taller, trabajando sobre pedido) cambió radicalmente: aparece la fábrica y surge la necesidad de nuevas instituciones. En 1848, John Stuart Mill defendía la libertad de los trabajadores para asociarse en sindicatos, pero también la de los empresarios para adoptar la forma de sociedades anónimas, que hasta entonces estaba prohibida. Paralelamente, los medios de comunicación sufrieron su propia revolución: la prensa democratizó la opinión. Las mismas dudas que hoy brotan acerca de la manipulación de la gente y su dificultad para desarrollar criterio propio en redes sociales, las compartían Carlyle y Stuart Mill. El telégrafo llevó las órdenes bursátiles de Gran Bretaña a Estados Unidos en 1858. El mundo financiero se aceleraba. También las noticias volaban. La diferencia entre llevar un mensaje a caballo entre dos ciudades distantes y el tiempo que tardaba en transmitirlo por telégrafo era revolucionario, para la época. También en este caso fue necesario un tiempo de adaptación. La gente no entendía que no hicieran falta sellos para mandar un mensaje. El precio, al principio, era demasiado alto. La localización, en las estaciones de tren, inadecuada. Pero se fue aprendiendo. Para cuando Bell patenta el teléfono, en 1876, la demanda de mejoras en las telecomunicaciones estaba madura. Si miramos la Revolución Industrial con ojos del siglo XXI, podemos reconocer síntomas parecidos. Las cuatro vertices necesarios para generar un cambio económico disruptivo según Javier González Recuenco -el business acumen, el Factor X, el ecosistema tecnológico y las ciencias de la complejidad- están ahí. Pensemos en cuál es el origen de esta revolución que vivimos. Podemos remontarnos a la primera "máquina analítica" ideada, aunque nunca construida, por Charles Babbage hacia 1822. Pero seamos más realistas. El primer ordenador personal data de 1970. Desde entonces hasta ahora, la aceleración de las innovaciones informáticas, su difusión a casi todos los lugares del globo, su aplicación a las actividades cotidianas es enorme. Sería muy difícil calcular el impacto de la tecnología en el PIB. Se especula con la aportación de la digitalización, pero tengo serias dudas respecta a la comprensión de lo que significa realmente la "digitalización", más allá de las interpretaciones superficiales. Sus implicaciones en el uso de la energía, la legislación, en la prensa, las comunicaciones y en las finanzas huelen a Revolución Industrial. ¿Qué lecciones podemos sacar de la Historia? Se me ocurren varias. Todo lleva su tiempo, pero no olvidemos que la adaptación no es lineal, va a empujones. Todos tenemos vértigo ante los cambios bruscos, lo malo no es eso. Lo malo es cuando el vértigo se convierte en miedo. La mutación es dolorosa, pero merece la pena. Siempre hay un buen y un mal uso de los avances, pero anclarse en lo que se ha hecho hasta ahora implica elegir la obsolescencia. Para asegurar ese buen uso, debemos usar con cuidado las leyes y las instituciones. La politización puede frenar el progreso y pervertirlo. La desregularización completa, sin embargo, puede permitir abusos como el empleo de propiedad intelectual de terceros sin su conocimiento y consentimiento. En cualquier caso, los protagonistas de las innovaciones no deben ser las instituciones sino los ciudadanos que las van a usar. La incertidumbre creciente no trae consigo, necesariamente, el fin del mundo, pero tal vez sí, el fin del mundo tal y como lo conocemos. Y, posiblemente, el principio de un mundo mejor. Está en nuestras manos.