Habré estado en el Valle de Ordesa una docena de veces. Y eso si hablamos sólo de las rutas “turísticas”, las que recorren el fondo del valle por sendas junto al Arazas. También he recorrido alguna de sus fajas y sus cornisas norte y sur. He estado en primavera, otoño e invierno. Si, he intentado evitar el verano. Cada una de esas visitas ha sido totalmente diferente, me he encontrado un valle diferente, con detalles conocidos que he buscado y nuevos que me he encontrado. El río tampoco ha sido el mismo. Lo he visto impetuoso en los deshielos primaverales, lánguido en los primeros fríos otoñales y prácticamente congelado en los períodos invernales.
He disfrutado de lo majestuoso y de lo delicado. Sólo y acompañado, a veces casi formando parte de una multitud. En Ordesa, en Bujaruelo, en Otal. Pero en casi todas las ocasiones ha habido algo imperturbable, una especie de punto de referencia: la singular belleza de la estampa de Torla a modo de pórtico de entrada a los valles, a los pies del Mondarruego (2.848 mts.)
Tras las primeras visitas comencé a leer los trabajos de los pioneros, de los primeros pirineístas, como Lucien Briet, Norbert Casteret, Louis Ramond de Carbonnières o Henry Rusell, todos ellos franceses, Franz Schrader, o Ricardo del Arco, Lucas Mallada o Pedro Pidal, que exploraron los paisajes, valles, collados y cumbres del Pirineo Aragonés, junto con otros nombres que, en muchos de los casos no han trascendido, los de los pastores que, actuando a modo de guías de montaña, los ayudaron en sus ascensiones y travesías.
Resultado de esas primeras zerrigüeltas pirenaicas nació un fuerte deseo de conocer nuevos valles, nuevas montañas, nuevos ríos, nuevos pueblos, que nos llevaron a 3 amigos a recorrer incontables veces el norte de Aragón, desde la Bal d’Echo hasta la Ribagorza.
Hace unos días he vuelto a Ordesa y resultado de ésta última visita que, como las anteriores, ha tenido un sinfín de matices, unos ya conocidos, otros totalmente nuevos, son las fotos que en próximos artículos iré colgando aquí.