Revista Literatura

Oscar

Publicado el 23 agosto 2010 por Mmechi
Las luces, la música, la imagen en el televisor, el microondas descongelando, la manteca en la heladera abruptamente se interrumpen dejándome en penumbras en el piso 10. Mis ojos obligados a adaptarse a una visión en gris y negro por la ventana linterna del balcón, salen. Salen al único lugar posible, a no ser que decidan bajar 10 pisos que en algún momento, sin ascensor, se verán forzados a subir para dejar a los otros miembros jadeantes. Se quedan entonces con Rapunzel, confinada en la torre, y van hacia el balcón para hacer lo único que pueden hacer en momentos así: tocar la ropa que cuelga para ver si está seca y confirmar si los cuadraditos de los otros edificios están apagados antes de abandonarse en una siesta impuesta. Desde el rectángulo que sobresale alineado con otros, me entrego a la vista panorámica que ofrece la ciudad oscura, acomodándome entre el tender y la baranda, a la derecha veo cómo se dibujan siluetas cómplices que filtran la mirada en formas contrastadas.
Las luces anaranjadas simétricamente dispuestas y los pares rojos que se mueven, trazan el amparo de la conocida trama urbana de bocinas desconocidas que se mezclan con un cui cui cui. ¿Cui cui cui? ¡¿Cui cui cui?! Giro y diviso en mi monumental antena de TV, atada en la juntura izquierda de la baranda, que del tronco de acero perpendicular al caño que lo sostiene, de las ocho ramas de espada se delinea un abanico plumífero irregular del imponente pájaro gigante que se posa, inmutable, en Rodolfo, la antena. Bitonal, aparece su abultado perfil de esfinge, su pico de control remoto, que rota sutilmente para intimidarme con su mirada. Retrocedo y cierro con esfuerzo la puerta corrediza de vidrio, que de tan oxidada se traba, hago fuerza con la cara al borde del llanto, por fin la cierro y desde el otro lado lo veo volverse hacia adelante como si ya hubiera dejado claro que el territorio es suyo. Salgo de la ventana, me alejo, camino rápido hasta la pared, vuelvo, camino haciendo largos en una pileta. El escozor es insoportable, me rasco sintiendo al invasor en el cuerpo, o no, como si la invasora fuera yo. Pego la nariz contra la ventana para corroborar su presencia, su existencia, estoy atrapada, el inmenso pájaro, sólido, macizo, no da señales de inquietud o de tener la intención de moverse. Lo observo con detenimiento tratando de vislumbrar sus dimensiones de halcón. Enfrente está la ropa, limpia, que cuelga inocente, desamparada y flamea pidiendo rescate. Corro la hoja oxidada ágilmente para manotear el tender y darle refugio. Lo resguardo en el living y vuelvo a mi lugar. Los flashes de los otros balcones que evidentemente han descubierto a mi… ¿es mi algo?, pienso, cuando un flash ilumina a Lila, el cactus, expuesta pobrecita a Él. No puedo dejarla, esta vez pienso una estrategia, abro un poco la puerta ventana, asomo la cabeza y lo miro para reconocer algún patrón que me dé el resquicio justo para salir. El gigante sigue sin moverse, imperturbable mira al frente. Despacito me acerco sin dejar de observarlo dirigiendo el cuerpo hacia la víctima. La tomo y en ese momento percibe mi intrusión, desafiando al enfrentamiento del que escapo corriendo torpemente metro y medio para rebotar contra el marco de la puerta que me escupe hacia adentro, arrastro y cierro en el mismísimo momento en el que vuelve la luz dormida.
Las ventanas alrededor tienen gruesos trazos de amarillo y negro. Los vecinos asomados con escobillones, después de la euforia de flashes, tiran bollos de papel para espantar a la estatua. El balcón sigue oscuro y anónimo, tranquilamente podría volver a ser olvidado en su naturaleza de apéndice, pero saber que ahora hay alguien hace que desde mi rincón, Lila y la ropa iluminados por la cotidianeidad, mueran convertidos en cosas. El balcón es el centro. Y para poder verlo tengo que apagar la luz. Ya no muy convencida, me acerco a la llave que enciende la lamparita exterior, me acerco como si estuviera a punto de tomar una pistola, paso los dedos por los botones buscando con los ojos al objetivo, los dedos atentos esperan la orden. Lo tengo que echar, se tiene que ir o voy a llamar al zoológico, sí. Gatillo el rayo con precisión pero la claridad no lo alcanza. La prendo y apago como una metralleta, intermitentemente, gano terreno pero el pájaro sigue ahí, arrinconado, en su antena. Los vecinos volvieron a la luz con cortinas, a ojos ignorados que ignoran, y que el solo hecho de vivir cerca y de haber visto a Oscar, el halcón peregrino, nos vincula. Mi irrefrenable impulso de otorgarle identidad a las cosas, bautiza con destellos al pájaro después de convencerme que está decidido a pernoctar en un rincón que hizo suyo. O no, que ya es una prolongación de la antena, que ahora es Rodolfo Oscar, el pájaro antena, el que de a poco me permite digerir la sorpresa; que el desconcierto, la confusión y el rechazo cedan para comenzar a embadurnar al extraordinario ejemplar con mi propio asombro, el mismo que simultáneamente en cada torpe pincelada opaca su originalidad transformando justamente a ese carácter único, en algo corriente. El teléfono sonando parece un anzuelo impertinente al que me lanzo con premura ante el temor de que altere su sueño. Mi amiga me pregunta qué hago, yo le digo que estoy observando al pájaro gigante que se posa en mi antena, ella me corrige y me dice paloma, le digo halcón, me dice que le tire con algo y que la cena está confirmada. Regreso a la pecera, Oscar cambió de posición dándole la espalda a la ciudad. Logro despegarme del vidrio y me dirijo hacia la habitación sintiendo que lo dejo solo, pendiente de que no salga espantado. O que soy yo la que me quedo sola, si decide irse o si continúa imponiéndome su presencia.
Espío desde la otra ventana mientras meto apurada una pierna en el pantalón, pierdo el equilibrio, me caigo. Espío, introduzco la pierna rebelde, pierdo el equilibrio, caigo. Espío, pierna, caigo. Caigo. Me alarma sentirme tan inoperante, dedico toda mi atención a la acción que la demanda. Atravieso el pullover como si saliera a tomar aire desde el fondo de la pileta, de la pecera. La imagen de Oscar fundido con la antena se vuelve recuerdo, una evocación miope que salgo a actualizar. Me lo llevo calcado en los ojos al ascensor. Desde abajo no se distinguen ni Oscar, ni Rodolfo ni mi departamento. Camino apurada, temiendo que se me metan en los ojos los autos, los negocios todavía abiertos o los carros con caballos, contar se me anuda como un vómito inminente. Resisto hasta la cena confirmada. Llego, saludo, me siento, me bombardean con comida y anuncio: “Tengo un halcón en el balcón.” “Uy ¿en serio?? Mirá vos…” “¡Sí!” digo, con una sonrisa orgullosa, atragantada de respuestas, esperando las preguntas. Que nadie enuncia. Empiezo a observar la cena como si fuera un programa en la tele.
Cuando por fin retorno al piso 10, Oscar sigue petrificado. Dilato el sueño hasta que se acaba el asombro, hasta que ya no puedo ver más que un pájaro en una antena desmesurada y me meto en la cama imaginando que cuando se hace de día permanece, registra que le alcanzo un platito con comida y cuando me alejo dobla la antena y come, y que el enigma de Oscar queda resuelto porque entiende que yo sé que está. Me duermo pensando que se puede ir. Despierto amnésica, con la sensación de urgencia de que hay algo que tengo que hacer y no me acuerdo qué, como si estuviera en el mar abierto y no pudiera fijar la vista en tierra firme hasta que todo se va poblando y las sábanas son sábanas. Oscar. Salto de la cama, me precipito hacia el balcón ¿y si está? El trayecto cargado, expectante, espeso, eterno se apaga en luz gris, en ramas de acero vacías. Ahora, lo espero. Aunque haya visto cómo presentaban risueñamente en el noticiero una nota donde entrevistan a la simpática familia que llamó al zoológico porque tenía un halcón peregrino en la casa. Ahora, la antena está vacía. No. Desocupada. Digamos, disponible.

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