La tarde del domingo, otoñal, tiene una luz brillantísima. Como de últimas bocanadas, o de huida hacia adelante. El escaso otoño de estas tierras tiene siempre algo de catártico, de borrón y cuenta nueva, de cincuentona jubilosa y bella, de babas de toro, de hormigas con alas, de frío a la sombra y de zumbada de agua.
Tras la cosecha todo empieza de nuevo, se pone a cero el contador y el año comienza en octubre ¿qué os creéis? Nadie en una tarde de domingo, otoñal, luminoso, etcétera acudiría motu proprio a un congreso internacional de veterinarios en Róterdam.
—¿Sabes qué en los supermercados de Róterdam tienen los géneros enjaulados? Los tienen presos para que no se los lleven sin pagar los moluqueños. No lo sabrás, obviamente, pero hay una aldea de las Molucas, que en el indonesio se dice Maluku, que viven comunalmente, cogiendo cada cual lo que necesite y les resulta muy difícil pagar la cuenta del supermercado. Es algo ancestral e intrincado en sus costumbres. Por eso los luteranos tenderos roterdameses encierran a las bolsas de macarrones y de tapioca.
—No sabrán igual. A los cereales procesados y a las harinas de los tubérculos, no les prueba el cautiverio.
—Están mucho peor, donde va a parar.
La vendimia es una faena melancólica: «Las uvas son los últimos frutos de la lozanía del año, las que traen los más escondidos zumos de la tierra, las últimas mieles que engendró primavera allá en sus lejanos abriles. El mosto es caldo de la tierra ya moza vieja, espasmo dulzón de la cuarentona que echa sus últimos alegrones bajo oros viejos y pájaros fugitivos. El mosto cálido y pegajoso es sangre tardía, llanto de premio Nobel, poema escrito con canas y olor a tabaco. Es sangre de abuela joven o de madre vieja. Sangre con las muchas noches de lágrimas y raíces. El mosto viene del más soterrado ovarial de la tierra.» Dice García Pavón.
—¿Y de París? ¿Qué me dices de París?
—Nada, porque lo rodeamos por el Periférico detrás de unos argelinos.
Este otoño, a pesar del mantra, no va a ser caliente que va a ser frío. No vamos a poder encender la calefacción. Vamos a pasarlas como Caín.
—Claramente no nos entienden. Nuestros políticos, digo. No nos entienden. Y lo peor es que no hacen nada por comprendernos.
—El hambre la pasamos nosotros y la verborrea la ponen ellos. El paro sube, las ayudas bajan, la ruina se mete en los intersticios de nuestra vida. Ellos y solo ellos, son capaces de hacer de esto una cuestión ideológica —digo electoral—. De tirarse nuestras penas a la cabeza, de que los parados, desahuciados y hambrientos solo sean munición para la honda con la que se intentan descalabrarse, pero solo dialécticamente, eso sí. Después, juntos, se van a dar cuenta del menú a pocos euros de la asamblea legislativa correspondiente: almorzar por lo que cuesta un paquete de tabaco.
—La desafección se la han ganado a pulso. ¿Dónde están cuando más los necesitamos? Digo yo, humildemente, que nos tendrán que sacar de esta, ellos que nos han metido.
—Álvaro, ¿cuánto es esto?
—Tres cincuenta.
—Como estos.
En la calle la puesta de sol hace daño en la vista, los rayos se meten por entre las hojas de los árboles de la Glorieta que ya empiezan a amarillear.
Mañana es lunes.