El otro día, al entrar en casa, me encontré la tele a toda pastilla. Mi ayi (la mujer que cocina las famosas setas con ojos) estaba sentada en una esquina del sofá con el mando a distancia en ristre y ni siquiera torció la vista cuando entré en el salón. Qué desparpajo, pensé perpleja. Me quedé mirando mientras ella, a su aire, continuaba inmersa a lo que parecía la retransmisión del premio Gordo de la lotería: un grupo de niños vestidos de domingo cantaban números.
En esos instantes me vinieron a la cabeza todos los topicazos sobre lo mal que está el servicio. Les das la mano y se toman el brazo, se lamentaba el otro día una española, molesta porque su ayí había tenido la desfachatez de ponerse enferma y dejarle sola con sus dos hijos.
Las cosas pocas veces son lo que parecen. Un rato después supe que mi ayi estaba viendo la retransmisión de unas olimpiadas de matemáticas en las que participaba su hija. Cualquier madre se quedaría pegada al televisor. Pero todavía con más razón si tu hija vive a 3.000 kilómetros y hace un año que no la ves.
A menudo me pregunto qué sentirá cuidando de la mía, que tiene la misma edad. Mientras están juntas, juegan a la comba y cuentan, lo que sin duda debe de ser cosa de familia. Cuando llego a casa, descubro a mi hija con un peinado diferente, con las coletitas que llevan tantas niñas chinas. Así que quizá no haga falta preguntar.
El desastre medioambiental, de dimensiones tan formidables como el propio país, es el reverso del éxito chino más conocido. Pero hay muchas otras consecuencias que meten menos ruido, como los niños que se quedan atrás porque sus padres no pueden llevarlos con ellos a las ciudades donde encuentran trabajo.
Hace unas
semanas, un accidente sobrecogedor puso este problema sobre la mesa, cuando murieron
cinco niños que se habían refugiado en un contenedor de basura, envenenados
por el monóxido de carbono al encender un fuego para calentarse. Las
autoridades encontraron los cadáveres de los niños en la provincia de Ghizhou,
a 25 kilómetros de su pueblo, once días después de haber sido declarados
desaparecidos.
¿Dónde estaban los padres? Trabajando en otra provincia. Como mi ayí. Las organizaciones internacionales estiman que el número de niños chinos que quedan atrás es de 58 millones. La vida de estos niños, como refleja el documental de Catherine Lee Yuk San los niños dejados atrás, es triste. Solos, siempre solos.
El problema de mi ayi, al igual que la mayoría de estos críos, se resume en dos palabras: “sin hukou”, uno de los términos que aprendes nada más llegar aquí. Es el permiso de residencia que abre la puerta al colegio, la asistencia social o médica. Sólo se obtiene naciendo aquí. O pagando, claro (en el mercado negro, un hukou de Beijing puede costar cerca de 20.000 euros).
Esta es una cantidad inalcanzable para una ayí, que con suerte puede cobrar unos 400 euros trabajando a tiempo completo. La mía, que trabaja a media jornada, no sé cómo se las apaña. A decir verdad, aparte de que tiene unos pies diminutos que calza en botines adornados con plumas de avestruz, no sé más sobre ella. Todavía no sé pronunciar bien su nombre, y nunca le he escuchado decir el mío. No sé lo que le agrada, o si está contenta o triste; ignoro lo que hace los fines de semana, o si tiene intención de volver a su ciudad natal, un desconocimiento que dice tanto de ella como de mí. Suspira con frecuencia, eso sí. Pero no me aventuro a sacar consecuencias porque, como decía, las cosas pocas veces son lo que parecen.