En los últimos 30 años, uno de los principales avances que se han producido en el contexto de los sistemas educativos mundiales (y en la sociedad en general), tremendamente necesario por orbitar alrededor de la dignidad de las personas y de sus derechos más esenciales, ha sido el cambio de paradigma entorno a las diferencias y singularidades de las personas. Hemos pasado de una época en la que las diferencias eran aceptadas por el sistema pero en la práctica al alumnado con tales singularidades se les segregaba del resto; a una etapa intermedia en la que muchos expertos se situaron en el paradigma de la integración que equivalía a suponer que disponiendo y aplicando determinados recursos pedagógicos el alumno/a diferente terminaría adaptándose a un sistema ideado para el niño/a "típico/a"; para finalmente encontrarnos en la actualidad con el paradigma emergente de la inclusión (digo emergente porque considero que aún la realidad de las aulas es más cercana a la integración que a la inclusión y queda mucho camino por recorrer), aquel que concibe que es la escuela, el sistema educativo, el que debe adaptarse y estar preparado para acoger a toda persona, considerando que la diversidad es una condición básica del ser humano. La escuela inclusiva no es una utopía es una necesidad, incluso diría que es un derecho, no sólo para aquellos/as que visto desde la perspectiva de los que se consideran "normales" son diferentes, sino también para esos niños/as "típicos" que tiene el derecho de enriquecerse con el mosaico de singularidades que les aporta la sociedad que les ha tocado vivir. Privar de ello, a los unos/as y a los otros/as, es un grave error además de una tremenda injusticia. Me atrevería a afirmar que singularidades hay tantas como personas, y quizás por ello, en la búsqueda de economizar esfuerzos y reducir los componentes estocásticos de las futuras generaciones, el ser humano ha tratado de homogeneizar y normalizar determinadas pautas de conducta, de aprendizaje y de relaciones socio-afectivas a través de los sistemas educativos. Eso ha hecho, a mi juicio, que interioricemos un término tan ficticio y tan banal como es el de la 'normalidad', hasta convertirse en nuestro paradigma. Hemos crecido y nos han educado como ciudadanos 'programados' para darle más valor a 'lo normal' que a lo diferente, a lo singular, a lo atípico o a lo extravagante. Dedicamos el día a sentirnos y a que nos reconozcan como 'normales', a que nuestros/as hijos/as se comporten como tal, y a ser aceptados (que no integrados ni incluidos) en determinados grupos o clases sociales que son valorados por su 'normalidad'. Así el paradigma en el que fuimos educados ha condicionado nuestra visión del mundo y el modo en el que actuamos, cuando quizas, como relata Jêrome Ruillier en su cuento, hubieran sobrado "cuatro esquinitas de nada" para habernos enriquecido con la diversidad de pensamientos y formas de ver y entender la vida de aquellos/as que son diferentes a nosotros/as, y seguramente, eso nos hubiera hecho más creativos e inteligentes emocialmente.
La inclusión en educación tiene mucho de paradigma y, por ende, de perspectiva desde la que observar, interpretar y actuar en el mundo actual y futuro. Es cierto que los avances son notables en muy diversos campos tanto en lo relativo a la atención de los déficits socio-culturales de origen y a las necesidades educativas especiales, pero debemos de ser muy cautos/as a la hora de aplicar nuestras reglas y pautas de actuación a los demás, especialmente a aquellos/as que llamamos diferentes, porque ellos/as tienen una forma distinta de ver, sentir y vivir el mundo, y no se trata de que al final terminen viéndolo, sintiéndolo o viviéndolo como nosotros/as, sino que seamos capaces de hacer compatibles las distintas miradas hacia esa realidad, porque todas son enriquecedoras, seguramente honestas, y compatibles. Hagamos que nuestros/as hijos/as vean más de nuestro mundo de lo que vemos nosotros/as.