Me cuentan que hoy se cierra definitivamente Olimpiada, la sala de recreativos de Zamora donde pasábamos tantas horas cuando éramos adolescentes. En uno de los textos de `Aquella mitad de mi tiempo´, lujoso y esencial compendio de los artículos más personales y autobiográficos de Javier Marías, el escritor habla de esos lugares a los que no podemos volver porque ya no existen: “Todos conocemos en mayor o menor grado esa sensación: nada nos descorazona tanto como descubrir que algo –aunque sea sin importancia– ha cambiado o desaparecido en una ciudad que hacía tiempo que no visitábamos o en el barrio de nuestra niñez, y nuestro pensamiento viene a ser “Esto me lo han cambiado”, con ese me tan significativo, porque lo sentimos como un atentado contra nuestro mundo en orden y nuestra memoria personal del lugar: una papelería convertida en un banco, un cine que ahora es una hamburguesería, un bonito edificio sustituido por un espanto arquitectónico…”, y también su hermano Fernando Marías menciona esa pérdida en el prólogo del mismo libro.
Los lugares a los que ya no podemos regresar suelen ser, casi siempre, lugares que hemos dejado de frecuentar, pero no por ello la sensación de pérdida y abandono es menor si desaparecen. Uno deja atrás su ciudad y hay sitios que ya no pisa. O, aunque continúe viviendo en ella, no acude a esos locales porque no concuerdan con su edad: es el caso de ciertos bares, las salas de máquinas recreativas o los parques donde uno jugaba de chaval. A mí, personalmente, se me hace duro recorrer mi ciudad natal y no encontrar en sus calles muchos de los edificios donde me crié, donde iba forjando mi identidad. Me ocurrió hace casi dos semanas, cuando estuve guiando a dos amigos por los rincones principales de Zamora: muchos de los bares, cines y teatros donde yo empleaba mi tiempo no existen, son sólo una sombra de lo que fueron o un amasijo de escombros. No resulta fácil. Aunque no debemos dejarnos llevar por la nostalgia, pues la nostalgia es dañina y puede aniquilar nuestro ánimo.
Es evidente que, desde que salí por fin del instituto para entrar en la universidad, dejé de frecuentar las salas de recreativos. Lo cual no significa que, cada vez que yo pasaba por la puerta de Olimpiada, no mirase con cierto cariño al interior del local. Porque, cuando éramos adolescentes (y es probable que hoy siga ejerciendo ese efecto en la muchachada), la sala de recreativos o de máquinas del millón no era sólo un local donde gastar el dinero matando marcianos o rescatando princesas o encajando la bola en el agujero para sumar puntos y conseguir la partida extra, sino que era además un lugar de formación y aprendizaje. Un lugar para reunirse. Para conocer gente. Un sitio indicado para los primeros cortejos, para los primeros flirteos, para que te presentaran a esa chica o a aquella. Aunque luego, claro, no nos comiéramos ni un colín: lo importante, dicen, es participar. Abrieron Olimpiada en las navidades de 1986, me dice una fuente fiable. Y yo acababa de cumplir catorce años. La apertura del local fue como colocar un caramelo ante una turba de niños. Nos flipó. Se trataba de una de las salas de máquinas recreativas más modernas de la ciudad, junto con Zeus, o así las recuerdo. También conservo muchas anécdotas en la memoria, ligadas a ambos lugares. A los padres no les entusiasmaba que fuéramos a las salas de juegos. Quizá no sabían que allí conocíamos a otras personas con intereses comunes, que estar por esos locales era parte de nuestra formación. Se va cerrando todo, y uno culpa al tiempo, siempre.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla