Andrés había concluido sus primeros versos de amor. La destinataria era la nueva maestra. Le llevó toda la tarde y parte de la noche encontrar palabras con las que expresar eso que le pasaba por dentro y, lo más difícil de todo, conseguir que rimaran como deben rimar los buenos poemas.
Nunca se le dieron bien las redacciones. Tampoco, los dictados o los comentarios de texto. Andrés disfrutaba más con los números y, sobre todo, con los problemas de trenes. Esos trenes que, saliendo de ciudades distintas con velocidades dispares, trataban de encontrarse en un lugar intermedio, que había que averiguar ecuacionando. También le parecían apasionantes los problemas de grifos que llenaban piscinas, peleando con crueles desagües emperrados en vaciarlas, o aquellos que trataban de calcular las edades de algunas madres y de sus hijos siguiendo las disparatadas premisas de don Amable.
Jamás sintió curiosidad por las reglas gramaticales, las rimas, las metáforas, los acentos o los imprevisibles signos de puntuación. Nunca jamás, hasta que llegó la señorita Emilia y comenzó a leerles a Lorca, a Rosalía o a Machado. Y no es que esos escritores no estuvieran ahí desde hacía mucho tiempo, no, no era eso. Don Amable ya los había presentado a la clase a finales del primer trimestre, unos días antes de que patinara en el hielo y se rompiera la cadera. Pero el viejo maestro no había nacido con los ojos más negros del universo, ni tenía el cabello rizado hasta la cintura como una princesa india, ni hablaba columpiando las eses con tanta musicalidad que invitaba al verso, ni sus pestañas eran capaces de abanicar a todo el pueblo... La magia del descubrimiento de la poesía radicaba tanto en la señorita Emilia, el ser más bello que había visto en sus doce años, como en la hermosura de lo descubierto.
Firmó su poema con una “hache” mayúscula, a modo de seudónimo y para dotarlo de misterio, como había leído que hacían muchos escritores de la antigüedad. Después, perfumó el papel con una colonia que trajeron los Reyes a su madre y que solo se ponía los domingos para ir a misa o los jueves para las clases de bachata.
En un descuido, mientras la señorita Emilia hablaba con el director, introdujo el perfumado poema en su bolso. Luego, con la mirada, siguió sus pasos hasta que la vio dirigirse a la salida del colegio, con aquella melena balanceándose de derecha a izquierda y de izquierda a derecha como una tempestad inenarrable. Entonces, suspiró. Y, al perderla de vista, volvió a suspirar.
Esa noche la imaginó temblorosa escudriñando aquella confesión de amor. En ella había puesto el alma y algunas palabras aprendidas en clase de Lengua. Apenas pudo dormir y, mientras esperaba que amaneciera, se entretuvo memorizando unos versos de Rosalía, con los que esperaba poder sorprenderla en cuanto se presentase la ocasión.
Al día siguiente, cuando la señorita le pidió que se quedara al terminar la clase, Andrés se sintió morir. Aunque fue muy cuidadoso, quizás había dejado alguna pista sobre la autoría de aquellos versos perfumados. La cabeza le giraba en círculos, anticipando uno de sus frecuentes desvanecimientos. Los ojos apenas podían mantenerse abiertos y el corazón se le había salido del pecho y buscaba alojamiento en su cuello hasta conseguir que tan estrepitoso tamboril de latidos lo lastimara.
—Oxímoron se escribe sin hache —dijo su amada mientras le alborotaba el cabello—, igual que amor, Andrés, atajo o aguacate. No lo olvides.
Y entonces fue cuando le mostró una espectacular sonrisa que iluminó su rostro, el aula, el pasillo, el sendero, las montañas y hasta el crucifijo colocado sobre la pizarra.
Sin duda, un problema de trenes o de piscinas tardaría en darle la mayor alegría de su vida, como se la estaba dando un puñado de letras convertidas en un poema de amor anónimo que, a todas luces, había dejado de serlo.
Andrés acababa de decidirlo: de mayor sería poeta. Comenzará a leer todos los libros de la biblioteca del pueblo y algunos guardados en el arcón del desván. Irá a visitar a don Amable para pasar la tarde y merendar juntos un bizcocho de manzanas. Por supuesto, hablarán de trenes, de madres y de hijos que necesitan averiguar cuántos años tienen y de piscinas, los problemas favoritos del viejo maestro, pero sobre todo le pedirá que le recomiende lecturas para empezar a ser poeta. Pero no un poeta cualquiera, sino un poeta de verdad. Eso será lo primero que haga. Por eso y, para no olvidarlo, ya lo ha anotado en rojo en su agenda.
Regresa a casa feliz, repartiendo a cachitos –entre pájaros y ardillas– el bocadillo de membrillo que no ha tenido tiempo de comerse por los nervios del momento. Ha sido un día para el que no ha encontrado aún un adjetivo calificativo a su altura. A pesar de que la señorita Emilia, tras mostrarle su maravillosa sonrisa, le ha mandado copiar trescientas veces «oxímoron se escribe sin hache», se siente inmensamente. Mentalmente, va repasando todo lo ocurrido para fijarlo en su memoria. Aunque le parece que el poema ha sido un rotundo éxito, no le ha quedado muy claro si la señorita Emilia acepta ser su novia o prefiere esperar un poco hasta que se consolide en la poesía.
#MiMejorMaestro Concurso de Zenda, patrocinado por Iberdrola