Me gusta pintarme las uñas del día que va a hacer mañana. En lo más crudo del crudo invierno, me da por zambullirme en el océano inmenso; y en verano, darme calorcito con el coral. El rojo fuego lo utilizo para iluminar los amaneceres nublados, y el granate para asegurarte, sin estridencias, que todo va a ir bien.
Me gusta pintarme las uñas, pero ya te habrás dado cuenta de que llevo meses sin hacerlo. Y no ha sido por falta de días grises propicios a ser teñidos de rosa, no. Todo ha sido por esta manía mía del papel.
Seguro que había otra superficie más sencilla para empezar con esa palabra tan difícil: decoupage. Me la guardé en favoritos el día que la descubrí en algún blog, en algún consejo, en algún mundo de papel. Esa palabra francesa que suena como irse de copas de champagne sobre unos tacones muy altos. Y desde entonces, no dejé de escudriñar las servilletas que se me acercaban, buscando los estampados adecuados… para la butaca inadecuada.
Estuvo meses esperando a que me atreviera con ella. La miraba de reojo, la acariciaba con mis dedos (y mis uñas todavía color azafrán), pensando en ella fuera de ella, transformada en otra cosa que no hubiera sido todavía.
Cuando por fin me decidí a investigarla, me encontré con el trabajo de los artesanos: más de cien pequeños clavos sujetando primero el terciopelo, después la arpillera, más tarde la paja envuelta en lana. Así, semanas y semanas, desmenuzando despacio sus entrañas, tal y como había sido fabricada; y aprendiendo de cómo se hacían las cosas cuando se hacían con paciencia.
Y por fin, la lija, la protección contra carcoma… La iba conociendo con mis manos, mientras mi cabeza ya la tenía forrada de papel, y colocada en el lugar de la mesilla que me faltaba para completar el dormitorio con los muebles-de-la-abuela-hoy que había imaginado.
Te confieso que casi me arrepiento de haber empezado a mitad de faena, con todas mis uñas sembradas de pegotitos blancos de pegamento, tapando el esmalte verde que anunciaba la primavera. Pero continué. Y después del papel, busqué el color adecuado para los relieves (con sus consecuentes manchas azul turquesa), teñí el tablero de pino (que unas manos expertas me ayudaron a cortar); y ya al final, por fin, me decidí por el quitaesmalte.
Ahora son cosas las que descansan sobre la butaca que un día fue asiento. Las cosas de M. Las que le guardan el sueño, y desde las que me asomo, cada noche, para mandarle un beso soplando sobre mis uñas de colores inventados de pinturas al agua.