Platón vino a mi boda, y lo pasó tan bien
que decidió quedarse un tiempo en nuestra casa.
Solía entretenerse
jugando con los gatos todo el día.
Todo lo apocalíptico es platónico,
leo en la prensa.
Globos que vuelan, entelequias,
tartas de fresa y chocolate
tan solo por un euro
o poco más:
es un ejemplo.
Oh buenos días, posibilidad:
te amo porque eres amable
Me gustan las terrazas
donde la gente se ha marchado,
los veranos vacíos
donde no queda nadie,
los gatos que vigilan soñolientos
fantasmas de su mundo
antiguo, misterioso,
y aquello que no urge vigilar.
Mira, me dicen antes de dormir:
era la realidad.
Es el olvido un caracol.
Sus babas, la memoria.
Materia oscura, débil
de los cuerpos que atraen
todo lo que sobre sus uñas se desliza.
No contra cada uno de nosotros, ella y yo,
sino que, para siempre, contra todos los demás.
Preferiría no recuperar
esa clarividencia.
Aquí y ahora, sí y no,
incongruencia y discontinuidad.
Disponibilidad total.
Docilidad y sensatez:
no me lo imaginaba.
La realidad no escribe más allá
de sus líneas de realidad.
Articuladamente estéril
para la concatenación,
mi libro veraniego-japonés
llega a su término, o
no estoy seguro:
tendría que esperar, en todo caso, a otro verano.
Mi invisible lectura ineficiente,
solo visible para mí,
útil tan solo para mí.
Qué buen sintagma, si tuviese buen señor.
Escritura automática,
mi vieja amiga: ven a verme
cuando las ranas críen ranas.
No has conseguido que me pierda, pero puedes
intentarlo de nuevo.
Yo te ayudo.
Platón ha regresado ya
a su país del aire:
adiós, Platón, te amamos
y te echamos de menos.
Cuando llega la hora de la siesta,
es decir a cualquier hora del día,
oigo las uñas de los gatos
restallando sobre el parqué.
Que van y vienen,
ya lo suponía.
Que están alrededor,
cómo me gusta.