Autoritario, irónico, austero, mi papá era reacio a demostrar afecto y poco dado a exteriorizar emociones. Había sido criado con los estrictos y absurdos postulados del patriarcado: los hombres no lloran, los sentimientos no se expresan. Con los años la resistencia a su manera de ser se fue modificando, hasta que la comprensión cedió el paso a la inflexibilidad y aprendí a comunicarme con él desde otra parte, aquella donde sólo importa el lazo amoroso y eterno que el Universo predeterminó para ambos.
Durante mucho tiempo compartió tardes enteras de café y charla, siempre en el mismo bar del centro de la ciudad, con quienes fueron sus amigos incondicionales. En los últimos años ya no hubo encuentros ni tertulias porque de a uno fueron partiendo: mi papá fue el último en ir a reencontrarse con ellos y se habrán puesto al día acerca de los últimos acontecimientos, con la complicidad propia de tantas experiencias conjuntas.
Sostenida sobre todo por el amor descomunal de su nieto, mi mamá va transitando la pérdida acompañada por sus hijas y rodeada por el afecto de tantas personas que la acompañan en presencia o en palabra; por suerte o por destino, los trámites inhumanos que toda muerte requiere casi no han demandado su presencia, circunstancia que merece un agradecimiento más allá de la situación en sí.
Mientras tanto, la certeza irreversible de la ausencia se va abriendo paso a cada instante desde el momento en que la noticia de su internación sacudió los cimientos de mi existencia. Una tristeza permanente, una opresión en el chakra cardíaco que cede temporariamente cuando se abre paso al desahogo de las lágrimas, no logran sin embargo quitarme la sonrisa cuando recuerdo alguna de sus expresiones características.
Y, una vez más, no puedo dejar de agradecer haber procurado limar toda aspereza mientras él estaba presente en cuerpo físico. Mi papá se fue cuando nuestra relación ya hacía tiempo que había transmutado su temor y mi intransigencia en complicidad y ternura: nos queríamos sin condicionamientos, nos vinculábamos desde el alma.
Otro abrazo, papá, hasta que volvamos a encontrarnos.
La iglesia que se encuentra en el predio fue construída a fines del siglo XII en forma circular a imagen y semejanza del Templo de Salomón y contiene en su interior efigies de mármol de antiguos caballeros, bañadas por la luz que se expande a través de los vitrales. Es un espacio calmo y austero, donde los pasos resuenan sobre el piso de piedra a medida que se avanza entre los Templarios tumbados en el suelo y pertrechados con sus armas, revelando su carácter simbólico de protectores de los viajeros.
Mi papá era un admirador de las órdenes de caballería. Extranjera en tierra extraña, desde la iglesia del Temple y mientras la piel se me deshacía en llanto acompañé el tránsito de su alma por el mundo entre los mundos. Y también le pedí que me ayudara en una empresa que hasta ese momento parecía imposible: conseguir un pasaje ese mismo día que me depositara en Argentina a tiempo para acompañar a mi familia y cumplir la voluntad que él había expresado.
Unas horas más tarde me encontraba en Heathrow subiendo las escaleras hacia la puerta de embarque para abordar un avión atestado de personas, ante la mirada de Juan que pudo retornar al país recién dos días después, como estaba previsto; en Buenos Aires me esperó Germán con inolvidable generosidad para que transcurrieran lo antes posible los 400 kilómetros que aún me separaban de la ciudad. Así mi papá hizo posible lo imposible desde la iglesia del Temple, cuando las circunstancias tornaban absurda toda esperanza al respecto.
La historia de la ciudad se desprende de las construcciones que se erigen en este cementerio, cuyas tumbas, bóvedas y panteones de diversos estilos se emplazan a derecha e izquierda del sendero arbolado que enmarca su extensión. Entre los diversos túmulos funerarios sobresale una tumba pétrea al ras de la tierra bordeada por flores talladas que se asemejan al lirio, desde la que se erige una cruz con la que conforma una sola y extraña escultura.
El hombre que se encuentra allí falleció sin descendencia en el año 1928; parece que sus amigos se encargaron a conciencia de su descanso, porque adquirieron en su nombre la parcela a perpetuidad. Era el tío abuelo de mi papá, quien no llegó a conocerlo pero tenía noticias de su existencia no sólo por referencias familiares, sino también a través de personas desconocidas que lo contactaron para referirle que cualquier petición que se formulara frente a su tumba era cumplida por su intercesión: a partir de allí, en la familia lo denominamos “el pariente milagroso”.
Mi papá quería que sus cenizas sobrevolaran la tumba de su predecesor, voluntad que fue respetada a rajatabla. Como en otras oportunidades que visitamos el lugar, flores secas de algún desconocido se encontraban sobre la lápida como muestra de agradecimiento por alguna petición debidamente cumplimentada. Allí se encuentran ahora ambos; como su ancestro, mi papá escuchó la oración de su hija y me condujo a través del océano para acompañarlo.