Papá, la iglesia del Temple, el cementerio de La Loma

Publicado el 27 octubre 2016 por Ptolomeo1

Mi papá se fue el 21 de octubre a las 5 y media de la madrugada. Su partida, aunque inesperada, no puede decirse que fuera imprevista: todos los seres tenemos fecha de vencimiento aunque resistamos imaginar el momento en que la muerte nos hará sentir su dolorosa y desoladora estocada. El horario también es relativo porque Argentina difiere en cuatro horas de Inglaterra: para mí, entonces, las 9 y media fue la hora en que mi corazón se asfixió ante la noticia.

Autoritario, irónico, austero, mi papá era reacio a demostrar afecto y poco dado a exteriorizar emociones. Había sido criado con los estrictos y absurdos postulados del patriarcado: los hombres no lloran, los sentimientos no se expresan. Con los años la resistencia a su manera de ser se fue modificando, hasta que la comprensión cedió el paso a la inflexibilidad y aprendí a comunicarme con él desde otra parte, aquella donde sólo importa el lazo amoroso y eterno que el Universo predeterminó para ambos.

Durante mucho tiempo compartió tardes enteras de café y charla, siempre en el mismo bar del centro de la ciudad, con quienes fueron sus amigos incondicionales. En los últimos años ya no hubo encuentros ni tertulias porque de a uno fueron partiendo: mi papá fue el último en ir a reencontrarse con ellos y se habrán puesto al día acerca de los últimos acontecimientos, con la complicidad propia de tantas experiencias conjuntas.

Sostenida sobre todo por el amor descomunal de su nieto, mi mamá va transitando la pérdida acompañada por sus hijas y rodeada por el afecto de tantas personas que la acompañan en presencia o en palabra; por suerte o por destino, los trámites inhumanos que toda muerte requiere casi no han demandado su presencia, circunstancia que merece un agradecimiento más allá de la situación en sí.

Mientras tanto, la certeza irreversible de la ausencia se va abriendo paso a cada instante desde el momento en que la noticia de su internación sacudió los cimientos de mi existencia. Una tristeza permanente, una opresión en el chakra cardíaco que cede temporariamente cuando se abre paso al desahogo de las lágrimas, no logran sin embargo quitarme la sonrisa cuando recuerdo alguna de sus expresiones características.

Y, una vez más, no puedo dejar de agradecer haber procurado limar toda aspereza mientras él estaba presente en cuerpo físico. Mi papá se fue cuando nuestra relación ya hacía tiempo que había transmutado su temor y mi intransigencia en complicidad y ternura: nos queríamos sin condicionamientos, nos vinculábamos desde el alma.

Otro abrazo, papá, hasta que volvamos a encontrarnos.

La iglesia del Temple

Cuando los Caballeros Templarios se establecieron en Inglaterra allá por el siglo XI, se reunían en el espacio que había establecido Hughes de Payens en la vieja sede de un templo romano. El rápido crecimiento del número de adeptos tornó necesaria la búsqueda de una estructura acorde que fue erigida en el siglo XII, actualmente sede de dos asociaciones de abogados o Inns of Court que remontan a aquella orden de caballería: Middle Temple e Inner Temple.

La iglesia que se encuentra en el predio fue construída a fines del siglo XII en forma circular a imagen y semejanza del Templo de Salomón y contiene en su interior efigies de mármol de antiguos caballeros, bañadas por la luz que se expande a través de los vitrales. Es un espacio calmo y austero, donde los pasos resuenan sobre el piso de piedra a medida que se avanza entre los Templarios tumbados en el suelo y pertrechados con sus armas, revelando su carácter simbólico de protectores de los viajeros.

Mi papá era un admirador de las órdenes de caballería. Extranjera en tierra extraña, desde la iglesia del Temple y mientras la piel se me deshacía en llanto acompañé el tránsito de su alma por el mundo entre los mundos. Y también le pedí que me ayudara en una empresa que hasta ese momento parecía imposible: conseguir un pasaje ese mismo día que me depositara en Argentina a tiempo para acompañar a mi familia y cumplir la voluntad que él había expresado.

Unas horas más tarde me encontraba en Heathrow subiendo las escaleras hacia la puerta de embarque para abordar un avión atestado de personas, ante la mirada de Juan que pudo retornar al país recién dos días después, como estaba previsto; en Buenos Aires me esperó Germán con inolvidable generosidad para que transcurrieran lo antes posible los 400 kilómetros que aún me separaban de la ciudad. Así mi papá hizo posible lo imposible desde la iglesia del Temple, cuando las circunstancias tornaban absurda toda esperanza al respecto.

El cementerio de La Loma

Cuando la ciudad era una villa balnearia para familias tradicionales que iba creciendo al ritmo de los veraneantes, la inmigración italiana y española comenzó a afincarse en busca de nuevos horizontes. El crecimiento de la población estable determinó nuevos emplazamientos, entre ellos el de un cementerio que fue erigido en la denominada Loma, cuyo impresionante pórtico de estilo neoclásico italiano cuenta con una escultura del escultor Rafael Radogna.

La historia de la ciudad se desprende de las construcciones que se erigen en este cementerio, cuyas tumbas, bóvedas y panteones de diversos estilos se emplazan a derecha e izquierda del sendero arbolado que enmarca su extensión. Entre los diversos túmulos funerarios sobresale una tumba pétrea al ras de la tierra bordeada por flores talladas que se asemejan al lirio, desde la que se erige una cruz con la que conforma una sola y extraña escultura.

El hombre que se encuentra allí falleció sin descendencia en el año 1928; parece que sus amigos se encargaron a conciencia de su descanso, porque adquirieron en su nombre la parcela a perpetuidad. Era el tío abuelo de mi papá, quien no llegó a conocerlo pero tenía noticias de su existencia no sólo por referencias familiares, sino también a través de personas desconocidas que lo contactaron para referirle que cualquier petición que se formulara frente a su tumba era cumplida por su intercesión: a partir de allí, en la familia lo denominamos “el pariente milagroso”.

Mi papá quería que sus cenizas sobrevolaran la tumba de su predecesor, voluntad que fue respetada a rajatabla. Como en otras oportunidades que visitamos el lugar, flores secas de algún desconocido se encontraban sobre la lápida como muestra de agradecimiento por alguna petición debidamente cumplimentada. Allí se encuentran ahora ambos; como su ancestro, mi papá escuchó la oración de su hija y me condujo a través del océano para acompañarlo.