
Estoy en la casa que está plantada al medio de un terreno. Puedo dar la vuelta a toda la casa. Sobre el margen derecho -visto desde la vereda- hay un pasillo angosto. Me gusta ese pasillo. También me gusta el eucaliptus que está en la vereda de enfrente. Es tan alto que cuando el sol se va agachando se esconde detrás de su copa. Los días de viento, sus hojas desprendidas llegan hasta la entrada y otras pasan hacia atrás.
También hay una callecita mágica en esa cuadra, es larga, angosta, arbolada y su sombra me invita a crear todo tipo de historias sobre el lugar a dónde llevará.
A unos setenta metros está la vía del tren donde pasan vagones con asientos azules. La calle recién asfaltada sirve para andar en patines de cuatro rueditas naranjas.
No existe nada más a mi alrededor que esa magia, todo el resto ha sido extirpado, es la manera que tengo de sobrevivir a mi niñez: cobijada en un sueño y otro, mientras cada tanto la locomotora hace chuf chuf y las barreras bajan y suben como las alas de una gaviota.
El río está cerca, no hace ruido. Ese circuito de agua limitado y bien definido que sabe de dónde viene y a dónde va, pero con un silencio que a veces parece letal.
Yo nací en ese río. Nací en el río Colorado. Lo soñé ayer.
Mi madre fue una mujer mayor de largos cabellos canosos y mirada generosa. Fui el milagro de una mujer mayor. El día que yo nací no hubo dolor. Estábamos ella y yo, mirándonos a los ojos por vez primera, en una casa semi flotante situada debajo de los sauces llorones.
Ese día, sus ojos brillaban intermitentemente. Escuché su voz aterciopelada mientras me cantaba un arrorró de despedida. Es el eco que hoy uso como música de fondo para vivir.
Sé que me amaba. Lo sentí en su piel, en su pecho que chorreaba, en sus manos arrugadas al darme la última caricia, lo sentí cuando con el fruto de una granada endulzó mis labios para que no olvidase nunca el gusto sublime que tiene el amor.
Nos amamos intensamente.
Me dejó ir para que viviera en el pueblo y fuera una niña civilizada. Para que supiera leer, escribir, que pudiera bañarme con agua caliente y tuviera un plato de avena como merienda. Ahora sé por qué no me dejaban ir: para no buscarla.
La soñé maga, diosa. La soñé hermosa y amándome. La soñé generosa. Reina del cauce, reina del río, reina de la orilla. Sabia, loba, intensa, desesperada, amando hasta el hartazgo.
La soñé un poco como yo, tal vez menos domesticada, pero libre.
Es por eso, que cuando vuelvo al río, miro el agua y busco su cara en mi reflejo.
Patricia Lohin
Foto propia
