Subes. Subes mucho. Llegas hasta lo más alto. Te sitúas en una atalaya desde la cual lo ves todo. Ves el mundo entero. El mundo que tú has creado en tu imaginación. Eres el rey de la creación y todos lo saben. Te has ganado su respeto, su cariño, su amistad…
Pero llega un día en que los cimientos de "esa" vida también comienzan a resquebrajarse. Primero con pequeñas fisuras, casi imperceptibles, que tú tapas con el cemento del pensamiento, pero esas fisuras se convierten en auténticas grietas que no hay forma de tapar.
Ves como, a través de las grietas, el fluido vital de tu mundo se va derramando. Al principio lentamente, casi ves cómo puedes ir cerrando esa pérdida con tus ideas, pero al final, no es más que un espejismo, porque cierras una, y ves como aparece otra. No te lo puedes creer, no lo entiendes. No has hecho nada malo. Pero inexorablemente todo parece diseminarse más allá de unos límites que ni tan solo sabías que existían. Unos límites que ponían cerco a tu mundo.
Y el instante en que te das cuenta que todo ha llegado a su final es cuando ves que el centro de tu mundo pertenece a ese imaginario en el que has estado viviendo todo este tiempo. Cuando aquello en lo que más creías también te falla. Cuando por fin percibes que todo era un producto de tu imaginación…
Ahora estás enjaulado. La mirada perdida hacia un horizonte inexistente. Sin saber qué hacer. Sin saber hacia dónde dirigirte. Tu mente está en blanco. Tu boca cerrada. No captas olores. Sólo queda esperar.
Esperar a que ese caballo que te ha tirado al suelo vuelva a recogerte para seguir el mismo sendero.
Esperar a reunir la fuerza suficiente para ser capaz de levantarte, cambiar la dirección, e ir hacia el lugar al que perteneces.
Para siempre...