Justo en la esquina de mi casa hay una Farmacia regentada por una entrañable mujer de mediana edad. Elena, que así se llama, domina la vida del barrio. Todos compran en su recinto, y por tanto conoce datos tan importantes como quién sufre de hemorroides, cuántos alérgicos a la primavera hay en el barrio o cuáles son los últimos ancianitos que han dejado de comprar sus medicinas y, por tanto, han fallecido. “Don Fulano hace más de un mes que no viene por aquí, y lo que él toma no tiene más de treinta cápsulas, mala señal”, dice torciendo el gesto. Incluso era la primera en conocer quién se había embarazado en el barrio en los tiempos en que las compresas sólo se vendían en la Farmacia.
Dña. Elena, como la llamamos los más jóvenes –aunque peinemos alguna cana-, es toda ternura y dulzura con cualquier habitante que more sus dominios. Con cualquiera, menos con aquél que acuda pidiéndole un antibiótico. Y es que a Dña. Elena le molestan sobremanera estas gentes apestosas que conviven con infecciones. Comprende que tienen que existir –“de todo hay en la viña del Señor”-, y no le importa en demasía, siempre y cuando no entren en su Farmacia. Los muy cretinos, según Dña. Elena, pretenden matar a esos pobres microbios, tan chiquitos e indefensos que no pueden sino desaparecer ante la sola presencia del químico antibiótico. De manera que durante años las cajas y cajas de antibióticos que Dña. Elena se veía obligada a solicitar de los distribuidores para que la inspección del Ministerio no la multase, se caducaban en sus imperecederas estanterías de madera. Todos sabíamos muy bien que Dña. Elena sí que le dio antibióticos a su hija María –compañera nuestra de correrías por las calles del barrio- cuando se cayó de su bicicleta y la herida del rasponazo se llegó a infectar. Sin embargo, la Sra. farmacéutica seguía negándose a venderlos por miedo a que acabáramos con los microbios igual de salvajemente que acabamos con el virus de la viruela.
Hasta ahora esta manía de Dña. Elena se había mantenido en un secreto público, de esas cualidades particulares de todo barrio, y por tanto no había trascendido. Sin embargo hace cosa de un año la televisión local hizo un reportaje y hoy la farmacéutica está siendo juzgada. Como argumento de la defensa, el abogado de Dña. Elena ha esgrimido lo único que se podía hacer: objeción de conciencia. Sí, amigos y amigas, la objeción de conciencia que eximía a los jóvenes españoles de pertenecer a un cuerpo cuyo único sentido era hacerle la guerra a otras poblaciones sencillamente porque se interponían en el camino de la propia, ahora le sirve a Dña. Elena para evitar administrar en su Farmacia lo que la ley le obliga.
Porque no olvidemos que las Farmacias son concesiones administrativas, es decir, que no se puede abrir una Farmacia aquí, en esta esquina, porque sí y regentarla siendo, por decir algo, constructor en paro. No, en absoluto. Hay una serie de normas que regulan estos establecimientos, normas incluso gremiales sobre la distancia mínima que ha de haber entre Farmacia y Farmacia. Sin embargo, Dña. Elena se quiere saltar todas estas normas, sencillamente porque no va con ella. Ya ha asegurado, según la he oído decir, que si esto le funciona mañana alquilará el local que hay al lado de la otra Farmacia del barrio, regentada por D. Francisco, un borde de cuidado. Está segura de que estando su hija allí, que además de farmacéutica también es simpatiquísima, podrá hacerse con el mercado de aquella zona del barrio. Y si alguien osa a comentarle que eso quizás vaya contra las normas, ella alega que su conciencia es la de libre mercado y que por tanto no tiene que obedecer las normas de un absurdo intervencionismo.
Al calor de estas iniciativas, varias Farmacias del país han visto el cielo abierto para negarse, por razones de conciencia, a no vender preservativos, píldoras del día después e incluso enjuague bucal con sabor a fresa –cosa más asquerosa, por el amor de dios. Y como cada acción tiene su reacción, cientos de ciudadanos chinos –antes se llamaban chinos a secas- van de allí para allá ofreciendo todo lo que no se puede conseguir en la Farmacia del barrio. Y las consecuencias son inevitables. Ciudadanos desinformados –porque no hablan chino por razones obvias- utilizan los aerosoles para el asma como si fueran perfumadores, se echan la micromina en el café y se pasan pastillas los unos a los otros, invitándose a una rave improvisada en la parada del autobús.
El Caos, la Guerra Mundial.
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Para(la)farmacia
Publicado el 07 octubre 2009 por El_situacionistaTambién podría interesarte :