Por allí navegaba Alvar Núñez Cabeza de Vaca en el año 1542, entre el océano Atlántico y Asunción del Paraguay, cuando el sonido atronador de los saltos de agua atrajo su atención; el español siguió su camino pero antes bautizó a las cataratas como Saltos de Santa María. Con el correr del tiempo los indígenas de la zona o Mbyá-Guaraníes fueron evangelizados por los jesuitas, luego expulsados de la región por la corona española en 1768, que habitaron conjuntamente con los pueblos originarios la zona que hoy comprende el Parque Nacional Iguazú. Un siglo después, con el proceso de federalización del interior del país, el gobierno vendió a un particular grandes extensiones de tierras, que en definitiva quedaron en manos de Gregorio Lezama.
El flamante propietario promovió la llegada de científicos alemanes que buscaban tierras para colonizar, entre los que se encontraba Jordan Hummel. Siete años después consideró que este territorio perdido no era demasiado valioso y lo remató en subasta pública; el anuncio hacía alusión a “un bloque de selva que linda con varios saltos de agua”. El adquirente, Domingo Ayarragaray, tuvo una visión más amplia en cuanto a las posibilidades de explotación turística e inauguró el primer hotel promocionando recorridos por los saltos; también se dedicó a expoliar la selva talando árboles que generaron una próspera industria maderera. Jordan Hummel, impresionado por la belleza de Misiones, había vuelto para realizar un nuevo recorrido desde territorio brasileño y promover desde allí el turismo dadas las dificultades que representaba transitar por la impenetrable selva argentina.
Durante 1901 Puerto Iguazú recibe a los primeros turistas, entre los que se encontraba Victoria Aguirre. La falta de caminos y la exuberante naturaleza frustraron la llegada a las cataratas, pero la dama, impactada ante este despliegue selvático, donó la suma de 3000 pesos para la construcción de un camino que posibilitara el acceso; la obra culminó al año siguiente y la llegada de los visitantes delineó el trazado actual de la ciudad de Puerto Iguazú. Ese mismo año el arquitecto francés Carlos Thays presentó el primer proyecto de creación de un parque nacional.
Finalmente durante el gobierno de Hipólito Irigoyen el estado recuperó las tierras que se incorporaron al patrimonio nacional, y en 1934 se creó el Parque Nacional Iguazú, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1984. En sus 67000 hectáreas se encuentra una de las siete maravillas naturales del mundo: las Cataratas del Iguazú, rodeadas de la Mata Atlántica o selva subtropical que las contiene. El paseo por el Parque permite observar algunas de las especies de aves que se desplazan entre los árboles así como coloridas mariposas y mansas lagartijas: la prodigalidad de la naturaleza se aprecia en sus propios ciclos y en todo su esplendor.
La Garganta del Diablo
El sol durante el paseo permite apreciar en forma permanente un arco iris, fenómeno que dio origen a la leyenda guaraní a la que debe su nombre el descomunal salto que quita la respiración aún cuando, en mi caso, ya había sido contemplado en dos oportunidades. El agua que irrumpe, soberana, levantando una niebla entre la que se desplazan los vencejos y atronando con su poderío a los hipnotizados visitantes era una fuerza misteriosa para los habitantes originarios, que encontraron en la historia de Tarobá y Naipí una razón metafísica para semejante despliegue.
El río I-Guazú era la morada de la descomunal serpiente Mboí, hija del dios del trueno Tupá, que requería una vez al año del sacrificio de una bella joven para evitar que su ira arrasara con la tribu. Cuando la elegida fue Naipí, el cacique Tarobá se enamoró perdidamente de la misma y decidió raptar a la futura víctima, procurando escapar en su canoa por la noche y burlar así las exigencias de Mboí. Pero no era tan fácil huir frente a la atenta sierpe, que enfurecida ante semejante afrenta encorvó su lomo partiendo el río formando de esta manera las cataratas y, especialmente, la descomunal Garganta del Diablo.
Como resulta previsible ambos murieron al despeñarse entre las aguas, pero la vengativa Mboí percibió que el amor podía superar aún a la muerte y transformó a Naipí en cascada y a Tarobá en vegetación para que no pudieran unirse en modo alguno. Sin embargo, la enome muralla de agua que supera los 80 metros de altura, visible en todo su esplendor desde territorio argentino, se fusiona con el verde mediante el arco iris que emerge con los rayos del sol y da cuenta del fracaso de la serpiente.
El Circuito Inferior
Si las condiciones del río lo permiten, es posible abordar una lancha para desembarcar en la isla San Martín, donde el recorrido es escarpado y demanda un par de horas de trayecto dificultoso. La isla permite contemplar desde una ventana natural la Garganta del Diablo y los saltos que se encuentran en territorio brasilero; esta vez no era posible el descenso así que emprendimos el recorrido a pie, con obligatorias paradas en cada mirador debido al espectáculo inolvidable proporcionado por las cascadas que se avistan.
Los saltos Dos Hermanas, Chico, Ramírez y San Martín resultan el preludio del impresionante salto Bossetti, desde allí se va bordeando el río iguazú hasta arribar al cañón desde el que se alza, imponente, la Garganta del Diablo. Al emprender el regreso por la parte inferior del río aguardan, aún, más cascadas como Alvar Nuñez y Elenita: el rocío que producen las caídas de agua configura una caricia para la piel entre el estruendo de las aguas. Resulta difícil transmitir la intensa sensación que produce en el visitante la contemplación de semejante despliegue de soberanía natural; ayer, hoy y siempre las Cataratas del Iguazú deslumbran a quien tiene la gracia de pararse frente a su belleza, una y otra vez.
Todas las fotografías resultan mérito exclusivo de Juan.