Hay días buenos- algunos-, malos- escasos- y días, simplemente días. Así transcurre la vida.Los 18 años parece que nunca van llegar, como si esperaramos que todo se va a desarrollar desde ese momento, nuestra vida -nos decimos- cambiará irremisiblemente, todo será diferente, nuevo y sorprendente. Pero una vez llegan, ya no paran de pasar los años ante nuestos atónitos ojos. Desde ese momento - con matizaciones, antes o después- el tiempo transcurre volando...¿que digo volando? a la velocidad de la luz. Los dias se suceden sin solución de continuidad, entramos en la universidad ¡que mundo tan diferente del colegio de monjas!, salimos de ella a pelear por los garbanzos como lobos, trabajamos dónde sea, nos emparejamos- la mayoría de las veces con quien elegimos- somos padres o no. Mueren seres queridos, nacen otros, ves a los amigos evolucionar, seguir su vida, quedarse en la tuya o alejarse- nunca en el alma o sí, depende- crecen tus hijos, envejecen tus padres y a todos no salen canas, engordamos, adelgazamos, enfermamos, nos curamos y seguimos adelante. Cambiamos los gustos, los lugares, las preferencias, la forma de vestir, de sentir y de ser nosotros, pero en el fondo seguimos siendo aquellos niños inseguros, tímidos o valientes, miedosos o arrojados y nunca lo sentimos más que cuando nos reflejamos en nuestros propios hijos. Volvemos a la niñez que olvidamos en la juventud, volvemos a sentir como los niños, recordamos nuestros veranos ¿por qué ahora es cuando más recuerdo aquellas épocas? vuelven a mí nítidas, claras, sin borrones. Llegan nuevos amigos que te aportan otro ímpetu, puntos de vista diferentes que antes desconocías, se instalan en tu vida o pasan como un soplo de aire -fresco o contaminado- y te influyen, o no. Y finalmente todo sigue igual.Pasa la vida, con sus alegrías, su amarguras, sus risas, sus tristezas y ante todo con su rutina. Esa rutina que se instala en el alma, con la que convivimos día a día y a la que hay que torear para evitar caer en sus garras.