Pasarán

Publicado el 15 marzo 2011 por Encantada
Empecé a tomar ansiolíticos el mismo día en que sufrí la crisis de ansiedad, y seguí tomándolos durante todo el mes que duró mi baja, uno por la mañana y otro por la tarde. La ansiedad no disminuyó: siempre fue más alta que antes de la crisis. Tampoco pude emplear la baja para descansar: en plenas fiestas navideñas, tuve más charlas trascendentales y más discusiones con mis padres de las que habíamos tenido en varios años, salpicadas de reuniones familiares en las que me sentí obligada a jugar una vez más al juego de la familia feliz. Con cada momento de estrés emocional, la ansiedad se disparaba, pero mi cuerpo no tenía fuerzas para provocarme otra crisis. Así que la ansiedad tomó formas histriónicas: ataques de risa, ataques de euforia, ataques de locuacidad. Solo quienes me conocen bien sabían que estaba pasando algo raro; el resto decidió pensar que, a pesar de no haber probado una gota de alcohol, me estaba divirtiendo de lo lingo. Yo pensé que nunca podría superar aquel estado de trágica embriaguez, pero, afortunadamente, pasó.
Cuando por fin pude reincorporarme al trabajo, se descubrió el pastel: ocuparme de algo más que de mí misma y de mis problemas me ayudó a rebajar mi estado de ansiedad, pero empecé a sentir que todo me daba igual. Por primera vez en muchos años, es posible incluso que por primera vez en mi vida, sentí que no me importaba el futuro, que ya no me quedaba nada que esperar, nada con lo que soñar. Mi único desafío vital, mi única perspectiva, era levantarme cada mañana y cumplir con mis obligaciones, ser capaz de vaciar el plato de comida en mi estómago y no olvidarme de ducharme ni de lavarme los dientes. Fue entonces cuando empecé a tomar antidepresivos, que tras un intenso síndrome de abstinencia logré intercambiar por el ansiolítico matinal. No estaba segura de poder recuperar la ilusión a través de aquella pastilla blanca, pensé que mi vida se había vaciado sin remedio pero, afortunadamente, aquel momento pasó.
Un mes y medio después, mi doctora me preguntó si había recuperado las ganas de hacer cosas. Aliviada, genuinamente entusiasmada, le contesté que sí. Nuevamente volvía a sentirme yo, una yo cansada y dolorida, apenas a un tercio de su capacidad, pero lo suficientemente vital como para hacer planes, imaginar estados futuros e iniciar proyectos modestos. La pastilla blanca empezaba a funcionar, pero el ansiolítico nocturno había dejado de hacerlo. Así que lo sustituimos por una pastilla para dormir, con la esperanza de que las pesadillas, las piernas hormigueantes, los sobresaltos nocturnos y los despertares de madrugada fueran empezando a desaparecer. Ahora mismo siento que nunca volveré a dormir toda la noche, que no podré levantarme descansada nunca más; pero mi intuición me dice que, afortunadamente, estos estados también pasarán.
Encantada.