Debía partir; sin duda, se preocupaban por él.
Volvió a la calle de antes y decidió desandar lo andado.
No era esta la calle.
Regresó, pues, a la desembocadura, volvió a mirar y sacudió la cabeza, incrédulo.
Todo era completamente distinto: las casas, la acera, las vallas, los tejados.
Volvió, por tanto, sobre sus pasos, por donde había venido cuesta abajo. Recorrió calles del todo diferentes, convencido, sin embargo, de no equivocarse, de haber venido por allí. A veces se detenía, inseguro, examinaba los pequeños cruces, las desembocaduras de las calles, a veces daba unos pasos atrás, ladeaba la cabeza, trataba de tornar a la mirada de antes y recordar las casas, las vallas, los tejados: era una zona completamente diferente.
Sus pasos se deslizaban con delicadeza por el empedrado. Confiaba en que el camino empezara a ascender en cualquier momento, pero no percibía nada de eso.
Llevaba como mínimo diez minutos por el camino de vuelta.
Ya debería haber llegado.
Las calles eran completamente distintas, las casas eran extrañas,
las vallas eran otras, los tejados también, adondequiera que mirase.
Estaba convencido de haber bajado por allí.
Llegó al punto donde deberían haber encontrado el muro del monasterio y el puente.
Ni muro ni puente. Casas diminutas, vallas bajas, tejados planos.
El nieto del príncipe Genji no siguió el camino.
Dobló con cuatro pliegues el pañuelo blanco de seda que siempre llevaba en la mano y lo introdujo en el bolsillo secreto del kimono.
Miró el lugar por el que había pasado.
Buscaba el muro, el puente, la puerta, el monasterio.
Miró arriba atentamente.
Supuso que alguna pequeña señal le revelaría algo.
Pero en vano: allí no había nada.
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Al sur de Kioto, junto a la vía del tren de la línea de Keihan, a sólo una parada de la ciudad, hay un monasterio. Una escalada laberíntica conduce al nieto del príncipe de Genji a este lugar apartado. No muy lejos de allí, dicen, tiene que hallarse el jardín más hermoso del mundo. Camina por todo el recinto del monasterio como movido por una fuerza interior. Una construcción sutil ha dado forma a la naturaleza, cada cosa tiene su lugar y cada forma su significado. Y así se desplaza una mirada perspicaz y minuciosa sobre la naturaleza, sobre las plantas, el viento y los pájaros, pero también sobre la arquitectura, las pagodas, las terrazas y los patios. Dejar que lo pequeño devenga grande, desplazar lo secreto al centro de atención, rastrear la belleza de lo cotidiano, eso es lo que hace László Krasznahorkai en este viaje literario al Japón, un libro de una prosa embriagadora, fascinante, que nos transporta al universo ideológico y sentimental del país nipón.