En la sucursal de Unicaja, antes Monte de Piedad y Caja de Ahorros de Ronda y Antequera y después hiperfusionada con Cádiz, Almería y Jaén, una entidad más malagueña que un puñado de boquerones en vinagre ensartados en una biznaga y ahora con oficinas tan lejos como Valencia, Alicante o Madrid, en esa esquina central del barrio, decía, es donde el abuelo revisaba algunas mañanas los ahorros de toda una vida, y después se traía los folletos de un montón de cosas que ya se celebraban esos años. Un tiempo ignoto en el que la única manera de enterarse de esas mismas cosas -para la gente de a pie-, eran los folletos de entidades convocantes o por los anuncios en prensa. Cuando se leía el invento llamado prensa, en papel. Para que sirva de algo todo eso que escribes.
Quizá la candidez e idiotez sobre los concursos, esas suspuestas estructuras fundacionales, el inicio del tránsito penitente de examen a examen para que alguien externo o experto viniera a decir -reconociera- que servía de algo todo aquello, tiene su origen en este apego sentimental, este pequeño detalle de entretenerse, mira tú.
Una cosa inocente que se asumió más por la personalización de quien recomendaba que por el hecho en sí: de alguna forma difusa (y aún con doce años) se intuía que el mundo no está organizado para que talento, creatividad, producción total de obras y capitalismo librero del bestseller tengan alguna o ninguna correspondencia sensata. Lo mismo de siempre: que los ñordos se venden bien, las maravillas se venden mal y no tienen lectores, los mediocres o sin nada que decir son aupados como intelectuales de primer orden porque tienen amigos, etcétera, etcétera y etcétera (cansancio).
En esas cosas se gastaron cuatro intentos ilegales, o alegales, con falsificación de una mayoría de edad no certificada (tres intentos en relatos y uno en poesía) empezando por los poemas que armé en torno a un Diarios de la mar, y una sirena fea y un marinero estupendo dedicados a pelearse, al contrario que en las fábulas.
Curioso qué tan antigua es (desde el principio) la costumbre de utilizar un nombre que no corresponde al género del texto, para hacer la gracia: Diarios para un poemario, Ensayo de... para una novela, Cartas a... para un ensayo, Monólogo de... para una obra teatral que es diálogo entre dos personajes. La leche.
Después del potente banco indígena llegó la cabeza indígena del Ayuntamiento, en las Muestras para creadores, cuando estaba de moda a finales de los 90 el uso de la palabrota talento, al nivel en que ahora se utilizan emprendedor o escritor joven. Siempre participaba por duplicado, en relato y poesía, y siempre me olvidaba de saber cuál era el resultado meses después. Los ganadores del apartado letras pasaban sin pena ni gloria por ese concurso, como para acordarse nunca de haber participado.
Quizá sea la excepción menos sospechosa, porque sí gané una edición de esas Muestras al mejor montaje en el apartado de Artes Escénicas. Y la compañía era independiente y todo eso (es decir, cinco mataos sin enchufe alguno con la organización).
Luego llegaron los años 2000, llegó la Diputación, que es de lo más graciosa, un Ayuntamiento de ayuntamientos, unos primeros ediles de pueblos que se agrupan en un Ayuntamiento central bautizado como Diputación, y hacen cosas, tiran la casa por la ventana y organizan unos fiestones increíbles para la Cultura en forma de premios de alto caché (por la pasta que regalan y por las firmas). Inventaron otra serie de citas espectaculares, con el alarde en una categoría "internacional", que siempre es como más importante. Y el otro alarde de colocar en el premio Emilio Prados la etiqueta de "joven escritor", adelantándose a la moda que atufa la segunda década de los 2000, qué buen ojo. Si no recuerdo mal, han tenido que adaptarse a los tiempos, que lo de joven acababa a los 30, con la frontera del carné joven, la libreta joven de los bancos y todo eso, pero ahora es hasta los 35 años.
En esas historias ya pude participar de forma legal (pasados los 18 años reglamentarios) y gasté un pastón en imprimir folios, en grapas, en sobres A3 y en sellos. Y otra vez también (o dos) para el premio de Generación del 27. Ese mismo que hace unos días ganó Manuel Vilas, con una gran comodidad por lo que se lee aquí, fácil todo.
A Vilas lo he visto en un recital y no está mal, para pasar el rato. En silencio no tengo ni idea de cómo serán las palabras (o un rico eufemismo de que no lo he leído ni me importa) pero en el recital, más bien lectura, resulta gracioso que un hombre ede 52 tacos hable de McDonald's y ciudades con su nombre y todos somos Vilas-Pipol y qué simpático, es como un adolescente revenido. Y ya está.
La noticia trae una paz y tranquilidad absolutas, porque esto es así y lo seguirá siendo, todo un montaje de sí mismos para sí mismos; y ya pueden explicarme como no va a ser prestigioso un concurso, si acaban siendo todos los mismos. A lo nuestro, que llego tarde. La cita es un sitio con el prosaico nombre de Café de Macondo, y sí, coronado por un retrato a carboncillo de GGM, blanco y negro, y colores chillones en un mural del fondo que simula a Picasso y una bahía, parece Málaga, bajo esa pintura se yergue la mesa única donde los frikis jugamos al ajedrez, con o sin reloj. En el piso de arriba está convocado un encuentro abierto de lectura poética. He visto los carteles durante todo el verano y por fin es la primera ocasión en que no se me olvida asistir al llamado del Colectivo que organiza.
Aunque la mayoría se conoce, la gente se va apuntando, con vergüenza, en una lista de intervención empezando por el final. El miedo escénico a ser de los primeros, supongo. Sólo está claro que al principio del todo se despliega una coreografía breve, a mitad de la tarde otra. Quiero apuntarme cuanto antes, para no estar pensando si voy a leer mal o bien y concentrarme en lo que digan los otros. Las chicas aparecen, vestidas para danza oriental estilo tribal fusion (justo en el que estoy metida para aprender) y cuadra todo al instante: la canción durará sobre 1'40", lo justo para leer por encima el Mírame, mientras danzan. Y después, el segundo de la tarde, también mi turno, esta vez con el culo despegado de la silla y En los escalones de antiguas huellas.
El folio tiembla entre mis manos (faltaba que encima tenga aprenderme mis poemas de memoria, acabáramos) pero la tripa se me hincha de felicidad bajo la atenta mirada de unos 25 pares de ojos de todas las edades, porque entonces compruebo que en voz alta puedo narrar el poema con la entonación, las pausas e incluso los gestos y miradas que se oían en mi cabeza cuando se escribió, por muy bien que se traduzca al papel a veces no llega tal cual, compruebo entonces que Steve Jobs y sus malditos puntos conectados hacia atrás (cómo se estará arrepintiendo a estas alturas de su charla en Stanford) realmente funcionan, porque la voz llega a todos los rincones, y las pausas y la entonación, sin los años en Arte Dramático y las tablas rodando por escenarios no hubiera sido posible hacerlo así, aunque la mano derecha tiemble un poco sujetando el folio con las letras a tamaño 16 para facilitar la lectura.
Y nadie tiene que dar explicaciones de cómo es su nombre, aquí las firmas no importan. Y hay una guitarra eléctrica, de acompañamiento, que improvisa rítmicamente cuando, al final del acto, un hombre de hechuras similares a Vilas (edad, tono de voz) entona rapeando una larga parrafada irónica sobre esta mierda de sociedad; y el resto damos palmas y coreamos el verso-estribillo. Y es gracioso, y simpático, y mejor que la lectura de algo irónico parecido de, por ejemplo, un tal Vilas.
A la vuelta, sigo con la tripa hinchada de felicidad en vez de enfado. Es todo así de sencillo. Las castas (espacio NO-patrocinado por Pablo Iglesias) literarias seguirán existiendo, igual que los concursos, el método equivocado, y mi pobre abuelo pensaba, en el fondo, que los certámenes literarios eran de verdad. A pesar de toda su buena intención, qué iba a saber...