Pedimos un Whopper y si nos quedamos con hambre pedimos otro
Se abre la puerta del local y entran 6 personas de distinta nacionalidad. Se sientan en una mesa, dejan sus bolsas y mochilas y cogen la carta o lista de precios. Empiezan a darle vueltas, no se deciden. Conversan entre ellos en voz baja hasta que al cabo de unos largos minutos llaman al camarero. Le piden “UN” solo producto, para repartir entre todos, un sándwich mixto, una hamburguesa, una ensalada, el clásico Whopper con el alegato de si se quedan con hambre piden otra cosa. El camarero ya no se sorprende, ya que cada vez es más habitual que dos de cada 10 turistas que entran en su local, venga con lo puesto y con unos pocos euros a gastar.
Es el turismo de baja calidad el que ondean los políticos, como señal de crecimiento, de ser líderes en turismo, de recaudadores de divisas. España se ha convertido en un país de low cost, un destino de comodín para clases medias de presupuestos ajustados, para jóvenes de mochila que quieren conocer mundo, de hotel a precio de camping. ¿Y como nos hemos visto en este turismo de baja calidad? Quizás la permisividad con el menor, la posibilidad de beber barato a cualquier hora, la inexistencia de leyes que en sus países de origen les impiden pasar la línea.
Así puedes ver no ya en Benicassim, si no en Barcelona y recientemente en Madrid, esos pisos turísticos con un joven bebido dando voces en su idioma a las 12 del mediodía. Y no solo es el alcohol, sino la escasa liquidez monetaria que les impide disfrutar de su tiempo en la ciudad. Si yo me fuera a París con lo puesto, una mochila con dos mudas, un bono turístico para un par de museos, podría subir a su torre, ver el Louvre y patearme la ciudad, sentándome en un banco a descansar y tomarme un bote de cerveza a las 12 de la mañana. Pero estoy seguro que alguien me recriminaba mi acción, alguien de la gendarmería seguramente. Me perdería visitar otros museos, tomar un buen café en una de sus terrazas, comprar uno de sus famosos pasteles, cenar o comer en uno de sus famosos restaurantes, degustar su vino, asistir a sus teatros, perderme en sus calles y entrar en cualquier local para sentirme parisino por un momento.
El turismo de calidad disfruta las ciudades, no solo sus restaurantes y espectáculos, si no de sus servicios, de sus gentes y lo que es más importante son turistas generalmente felices.
El turista de calidad visita con calma el Reina Sofía y luego retoma fuerzas, en el Brillante, Chicote u otro lugar emblemático. Esquiva las franquicias, de esas que tiene en su país, com el café de Starbucks frente al café Gijón, los Whopper frente al asador Donostiarra, o José Luis, etc.
Yo cuando visite San Francisco tengo anotado el pequeño restaurante de Jazz que está cerca de su puente, el Les Joulins Jazz Bistro, un lugar donde puedes escuchar música en directo y por donde pasaron los grandes genios musicales de ese género. Quiero sentirme de San Francisco, pensar como ellos, disfrutar como ellos, ver e imaginarme a ese Louis Armstrong sentado a mi lado, quiero que se detenga el tiempo y llenarme de sensaciones. Pero claro para eso hay que ahorrar y planificar, ¿de qué me vale un vuelo low cost, un hotel en oferta, si solo puedo ir a ese restaurante y fotografiarlo desde la calle? Quizás un heredero de Armstrong se apiade de ese pobre con mochila que hace fotos desde la acera y le dedique una de sus sonrisas, mientras se pierde con su banda legendaria en el local.
Y sí el Burger de San Francisco, está bien, es económico, puedes compartir la comida con tu acompañante mientras haces cábalas para ver qué cenas esta noche y mientras ves por fuera el FISHERMAN y como cenar a otras gentes sus famosos mariscos. Lo dicho como el Whopper de Atocha o la Barceloneta.