Cada mañana paseaba orgulloso con su perro por las anchas calles del pueblo y pensaba para si que no todo el mundo podía presumir de haber superado una alopecia areata en tan breve espacio de tiempo.
Ahora a sus taitantos años la gente ya le conocía como Pelopincho por las hermosas rastas que, desafiando a la ley de la gravedad, se enarbolaban sobre su occipucio.
Y es que eran unas hermosas y puntiagudas rastas de cabello artificial que elaboraba cada noche con esmero para lucirlas al día siguiente entre la muchachería del barrio.Todos querían acariciarlas y algunos más osados incluso arrancaban algún mechón de su cuidada melena de regaliz. Porque este antropófago de vocación tardía y reconvertida en vegana disfrutaba al sentirse cuasi devorado por sus admiradores.Y mientras la gente se lanzaba sobre el regaliz que llevaba adosado a su cabeza, Pelopincho alcanzaba un morboso extasis ante aquellos dientes acechantes que pretendían incluso mordisquear su cráneo.Tanto es así que a partir de aquel día tomo la gran decisión: ¡su perro también luciría una melena regaliz tan cuidada como la suya!!