Las mañanas en el patio de la sección tercera pasaban apacibles. Teníamos los horarios muy marcados. De 9 a 10:30 se usaba para correr o andar haciendo círculos, marcando el perímetro del patio (por el interior). Eran 34 pasos de largo, y 12 de ancho. Luego otros 34 de largo y otros 12 de ancho. Así acababas cada vuelta. Un patio pequeño, si tenemos en cuenta que estábamos casi 200 personas en la sección de forma permanente. Yo, por costumbre, contaba las vueltas cada vez que pasaba por la cancela que cerraba el paso a la galería, a los pasillos donde se situaban las celdas.
En el patio de la sección séptima, la de “acogida” y la de aislamiento, no pasaban las mañanas. Pasaban 10 minutos al día en un patio a la sombra, siempre con penumbra. Un patio que tenia 12 pasos de largo por 6 de ancho. Imposible hacer otra cosa que no fuera intentar andar esquivando grupo de presos o sentarte en el suelo esperando a que los 10 minutos diarios, a veces más castigo que premio, pasaran.
A partir de las 10:30 y hasta las 11:45, hora en la que se cerraba el patio, se jugaba al fútbol. Había un balón de reglamento muy ajado, con las costuras sueltas, rotas, deshilachadas, que hacía las maravillas de los Tottis, los Raules y los Casillas que, por diferentes razones, estaban presos.
Había un preso, un chaval joven, un tonto a las tres que siempre jugaba de portero. Conforme salías al patio, se situaba en la porquería pintada en la pared que quedaba a la izquierda. Era curioso verle entrenando mientras nosotros corríamos. Así, se ponía en el centro del patio a tirarse sobre el duro hormigón del suelo, emulando estar en una final de la Copa Mundial. Haciendo palomitas sin balón. Tremendo cómo sonaba su cuerpo al caer contra el duro suelo.
Este chico, del que no recuerdo el nombre, era del tipo de persona que anda con las palmas de las manos hacia atrás y botando en lugar de caminando. Ese tipo de chaval vacilón que hace de las apariencias un salvavidas.
Cada vez que le marcaban un gol, cada vez que no era capaz de impedir que la pelotita, se colara entre los tres imaginarios palos, descargaba su ira contra la pelota, siempre dándole un pintapié con todas sus fuerzas para que rebotara contra la pared y saliera dispara en cualquier dirección. Siempre se le decía que no lo volviera a hacer, que lo único que iba a conseguir así es darle un mal pelotazo a cualquiera de los que veían el fútbol. Él hacía caso omiso y seguía estrellando la pelota contra la pared y siguiendo la parábola que esta describía hasta acabar cerca de alguno de nosotros.
Un día, un mal día, ocurrió lo que tenía que ocurrir. Le dio un pelotazo a la persona a la que no le tenía que haber dado. A la menos indicada.
Entre tres personas lo levantaron una palma del suelo y lo transportaron, literalmente a hombros hasta el tigre. Un pequeño retrete que teníamos al fondo del patio, separado del resto por un pequeño muro de ladrillo decorado con azulejos burdeos.
Esos tres mismos, leales y defensores a capa y espada de la amistad forjada en duros momentos, fueron los que se encargaron de hacerle comprender que no quedaba bonito seguir dando pelotazos con esa fuerza. Los azulejos, rotos a base de golpes secos, sirvieron de cuchillos que marcaron sobre su piel, sobre sus brazos y su cara, estrías sanguinolentas. Heridas causadas con el único fin de no hacerte olvidar la lección. Porque, como ya he dicho varias veces, en la cárcel la letra sí entra con sangre.
El retrete del pequeño excusado sirvió para romperle la nariz. Cualquiera tiene una caída. El objetivo último de esta rotura no era otro sino el castigar a las personas que molestan. Una forma eficiente, como otra cualquiera, de evitar que salgas al patio durante un mes. Claro, para qué darte aviso de palabra, pudiendo explicártelo sin esfuerzo alguno.
Y todo por un pelotazo mal dado. No quiero pensar qué le podría haber sucedido a un defensa del Real Madrid, leñera como él solo, si jugara allí a fútbol. Lo que sí entiendo es porqué los guardias se negaron, en repetidas ocasiones, a crear un equipo de fútbol entre ellos y jugar una liguilla contra los presos. Lógicamente, con o sin árbitro, el resultado de lesionados estaba claro.