Esta no es una historia de amor, esto es un cuento de hadas. Y como todos los cuentos de hadas, no tiene hadas, lo que tiene son palabras. Y como todos los cuentos de hadas, las palabras con las que empieza son:
Erase una vez un pastor de flores con mala suerte: nunca había logrado que una de sus flores tuviera un premio en las ferias de la comarca. Y las había cultivado de todos los tipos: azucenas y gladiolos, y crisantemos amarillos y gerberas rojas como el sol del anochecer. Y rosas, muchas rosas, rosas rojas y amarillas y naranjas, y (una vez) azules.
Pero siempre tenían demasiadas espinas, largas y puntiagudas o romas y ocultas, pero siempre le destrozaban las manos y no dejaban ver su belleza a los ojos de las damas que ejercían su implacable juicio en cada concurso y en cada certamen.
Pensaba que era un problema de la tierra, o quizás del fertilizante, o de sus cuidados. Así que tras una temporada decidió que solo haría crecer a las flores silvestres, pues creía firmemente que sin su ayuda, las flores de su rebaño serían más bellas, y mejores.
Pero las flores silvestres son amargas y difíciles: las amapolas manchan y las margaritas son efímeras. Y al final, su campo era un pasto y casi un erial.
Hasta que un día de Otoño, vio un pequeño brote creciendo entre la maleza; era un capullo de rosa, liviano y débil. En seguida se pudo manos a la obra; arranco la mala hierba de alrededor y le regó con el agua fresca cada día. Y todas las noches se arrodillaba junto a él y le susurraba al oído: “crece, crece, crece” y también “ábrete, déjame ver de que color eres”.
Y se abrió. Y era una Rosa blanca. Y en su tallo no había rastro de ninguna espina. Era Invierno.
El pastor era muy feliz. Por fin una rosa blanca, y además libre y sin espinas. La cuidó como nunca lo había hecho con otra planta, la cambió a la mejor tierra, compró los mejores abonos importados y dedicó toda su tiempo a convertirla en la más bonita y delicada flor que hubieran visto los ojos de ningún jurado.
Y la Rosa creció. Alta y espigada, y a veces orgullosa, y otras pizpireta y juguetona, pero siempre libre y sin espinas.
Y el pastor seguía arrodillándose cada noche y le susurraba al oído. Le cantaba canciones en otros idiomas y le narraba hermosas historias de amor, de princesas y príncipes, y a veces otras cosas más prosaicas, como teoremas de Física o resultados del baloncesto nocturno, que la Rosa escuchaba divertida y sonriente.
Un día, el pastor creyó que ya era hora de presentar a la Rosa al certamen comarcal. Así que se afanó aún más en que su flor fuese la más bella. Cada día la exigía más. Y se le olvidó susurrarla. Y comenzó a gritarla: “Tienes que ser la mejor!”, y “No puedes fracasar!”, y “Me lo debes!”.
A la Rosa, eso no le gustaba nada: prefería cuando le susurraba al oído en las noches claras de Verano. Pero era otra vez Invierno y al pastor no le importaba; solo quería ganar.
Así que tras varias semanas de gritos y ninguna historia de amor, ni teoremas de Física, ni siquiera resultados de baloncesto, a la Rosa le creció una espina.
Una espina retorcida y ponzoñosa, y dura como la roca. Un espolón envenenado.
La flor se sentía muy avergonzada de haberse dejado crecer ese aguijón, y tenía miedo de que, si el pastor lo descubría, la arrancase de la tierra y la dejase apartada para que se marchitase. Así que cada vez que él venía a verla, se retorcía y se acurrucaba para evitar que viese lo que no quería que viese, pero tampoco se podía arrancar.
Pero claro, al final el pastor vio la espina. Era Primavera. Y el pastor lo comprendió todo de una vez.
Se acercó a la Rosa y la apretó contra su cuerpo. Y se clavó el espolón. Y notó como le atravesaba la piel y le destrozaba la carne, y le abría las arterias y le perforaba los pulmones y le rasgaba el corazón. Y el veneno le inundaba el organismo.
Pero tiró con todas sus fuerzas y consiguió arrancarlo del tallo de la Rosa. Y se quedó alojado en su cuerpo como una bala en una herida de guerra.
De la herida brotó sangre. Brotó mucha sangre. Brotó tanta sangre que inundó todo el jardín, y todo el pasto y la maleza y hasta la propia tierra quedaron teñidas de rojo. Todo menos la Rosa, que permaneció intacta, blanca y nuevamente libre y sin espinas.
El pastor se tambaleó por el dolor y la pérdida de sangre, y volvió a arrodillarse junto a ella y le susurró al oido: “perdón” y “lo siento mucho”, y al fin, “allá vamos”.
Se tapó la herida con un emplasto de tierra roja y unos matojos de hierba. Después se arrastró por el jardín recogiendo toda la sangre envenenada y metiéndola en un tarro de cristal. Lo cerró con dos vueltas de rosca y lo lanzó al cielo.
Y lo lanzó con tanta fuerza que el tarro de cristal fue a parar al medio del Océano Pacífico, donde los marineros de un barco ballenero japonés lo confundieron con una estrella fugaz y todos pidieron un deseo. Y el deseo era volver a casa con sus mujeres, sus novias y sus familias, a las que echaban mucho de menos.
La Rosa blanca libre y sin espinas volvió a crecer feliz. Y ganó el primer premio en todos los certámenes y ferias florales de la comarca. E incluso ganó el gran premio en el Festival Anual de Flores y Plantas de la provincia.
Y el pastor de flores nunca más volvió a gritarle. Y nunca más volvió a tener mala suerte.
Un cuento de Pedro Torrijos.