Había almas de todos los colores y sonidos y, a veces, también de todos los sabores. Existían almas azules como el de aquella niña rubia que no sabía atarse los cordones o grises como el de aquel señor que siempre iba con los ojos hundidos y el viento de cara. Había almas que sonaban como una nana cantada en voz baja; almas que sabían a chocolate y turrón...
Aquiles se pasaba así horas y horas sentado en el suelo del parque, hasta que ya la luz se marchaba. Entonces recogía todas sus cosas y volvía a su casa caminando lo más despacio posible, para llegar antes a tiempo.
