Corría el año 1961 cuando John Lewis, hoy una leyenda de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, recibió una paliza brutal en un pequeño pueblo llamado Rock Hill. Sus atacantes, miembros del Ku Klux Klan, lo golpearon, junto a su compañero, dejándolos abandonados en un charco de sangre. Su único “delito” era ser afroamericanos y haber entrado en una sala de espera blanca en un estado donde imperaba el segregacionismo.
Años después, en 2009, John Lewis recibió una visita inesperada en su oficina. Elwin Wilson, un antiguo miembro del KKK y uno de los hombres que lo atacó, se disculpó y le pidió que lo perdonara.
John Lewis, quien años antes, en septiembre de 1990 había escrito en The New York Times que era necesario perdonar a George Wallace, el ex gobernador archisegregacionista de Alabama, hizo lo único que tenía sentido: perdonó a su agresor.
Se trata de una historia mediática pero muchas personas comunes y corrientes también han perdonado a sus agresores. Esas personas han sido conscientes de que el perdón en realidad las libera a ellas mismas, les otorga la paz y la serenidad que necesitan para seguir adelante.
Perdonar lo que no se puede olvidar
En esos casos, es comprensible que, durante las primeras fases, alberguemos una gran frustración, resentimiento e incluso ira. Durante esos momentos de profundo dolor, no podemos siquiera pensar en la posibilidad de perdonar lo que consideramos imperdonable. La simple idea de perdonar nos generará un rechazo inmediato porque en nuestra mente, la persona que nos ha dañado tiene una “deuda” con nosotros y pretendemos que la pague.
Sin embargo, si alimentamos esos sentimientos, terminaremos haciéndonos mucho daño. No podemos cometer el error de pensar que cuando guardamos rencor, ese dolor se reflejará de alguna manera en la persona que nos hizo daño. Muchas personas piensan que odiando a su verdugo, le están dañando de alguna manera. Obviamente, se trata de una creencia que refleja un pensamiento mágico; es decir, una ilusión sin ningún fundamento real.
De hecho, alimentar el odio y el rencor es como tomar veneno esperando que sea otro quien muera. Es castigarnos, con la secreta esperanza de que ese castigo, de alguna forma, sin saber muy bien cómo ni cuándo, se revierta sobre quien nos ha infringido el daño.
El perdón como un acto de autoliberación
Paul Boese dijo que “el perdón no cambia el pasado, pero amplía tu futuro”. De hecho, perdonar implica cortar una relación que nos está dañando, significa retomar el control de nuestra vida.
El acto del perdón cambia la relación que comenzó con el daño, la afrenta o la pérdida. Cuando una persona nos daña, se cuela en nuestra vida y ocupa nuestra mente. Mientras no pasemos página, estaremos de cierta forma vinculados a nuestro verdugo. Perdonar implica romper la dinámica que alimentaba esa relación.
Por tanto, el perdón es una forma para salir de ese marco transaccional que está limitando nuestra vida. Cuando fuimos víctimas, nos arrebataron el poder, pero el acto de perdonar implica recuperarlo. Es decir: "me has hecho daño y he sufrido mucho por ello, pero a partir de este momento ya no ejerces ningún influjo sobre mi vida", porque los sentimientos y pensamientos negativos que estábamos experimentando y que nos mantenían atados, se han esfumado.
Perdonar no significa darle el visto bueno a lo ocurrido, significa salir de la relación víctima-verdugo. De hecho, aunque todos somos empáticos con las víctimas, la victimización no es beneficiosa ya que termina limitando nuestra autoimagen, historia vital y riqueza personal. Hay muchas personas que no han podido vivir plenamente porque siempre han arrastrado el cartel de víctimas y se han negado a perdonar, quedándose ancladas en el pasado, junto a su verdugo.
Perdona cuando estés preparado, pero asegúrate de prepararte para perdonar
El perdón lleva tiempo porque cuando se produce una pérdida o un herida importante, siempre hay incertidumbre, no podemos ver con claridad qué hacer ni logramos encontrarle un sentido a lo ocurrido. Experimentamos dolor, sufrimiento y confusión.
Estas emociones son espontáneas y naturales, pero antes o después debemos aceptar lo ocurrido y prepararnos para perdonar. Es importante mantenerse atentos a la evolución de nuestro estado emocional porque sentimientos como la ira, el odio y la sed de venganza pueden bloquear nuestra mente racional y hacer que terminemos identificándonos con ese ellos.
Esa identificación negativa tiene una naturaleza estática, por lo que las emociones tienden a anquilosarse a lo largo del tiempo, la herida no sana y no logramos mirar hacia adelante sino que mantenemos la vista clavada en el pasado. En ese punto, nos convertimos en esclavos de la desgracia y servidores incondicionales de la ira.
Por tanto, el perdón tiene su propio ritmo. No es necesario violentarlo. Pero también debemos asegurarnos de que estamos trabajando para curar esa herida emocional.