Según se mire, Ana era la mujer que yo más necesitaba o la que menos me convenía en aquel momento: quince años más joven que yo, demasiado poco exigente en lo material, horrible y derrochadora como cocinera, amante apasionada de los perros y dotada de un extraño sentido de la realidad que la hacía ir de las ideas más alucinadas a las decisiones más firmes y racionales. Desde el principio de nuestra relación ella tuvo la capacidad de hacerme sentir que hacía muchísimos años que yo la andaba buscando. Por eso no me extrañé cuando, a las pocas semanas de una sosegada y muy satisfactoria relación sexual que se había iniciado el primer día que fui a la casa donde Ana vivía con una amiga para colocarle un suero a Tato, la muchacha cargó sus pertenencias en dos mochilas y, con la baja de la libreta de abastecimientos, un cajón de libros y su poodle casi restablecido, se instaló en mi apartamentico húmedo y ya agrietado de Lawton.
Asediados por el hambre, los apagones, la devaluación de los salarios y la paralización del transporte -entre otros muchos males-, Ana y yo vivimos un período de éxtasis. Nuestras respectivas delgadeces, potenciadas por los largos desplazamientos que hacíamos en las bicicletas chinas que nos habían vendido en nuestros centros de trabajo, nos convirtieron en seres casi etéreos, una nueva especie de mutantes, capaces, no obstante, de dedicar nuestras últimas energías a hacer el amor, a conversar por horas y a leer como condenados -Ana poesía; yo, después de mucho tiempo sin hacerlo, otra vez novelas-. Fueron unos años como irreales, vividos en un país oscuro y lento, siempre caluroso, que se desmoronaba todos los días, aunque sin llegar a caer en las cavernas de la comunidad primitiva que nos acechaba. Pero fueron también unos años en los que ni la más asoladora escasez consiguió vencer el júbilo que nos provocaba a Ana y a mí vivir el uno al lado del otro, como náufragos que se atan entre sí para salvarse juntos o perecer en compañía.