Perfume

Publicado el 28 octubre 2013 por Regina

Las cubanas inventamos la cosmética alternativa: desodorante en crema con tiza de colores rayada en lugar de sombra para los ojos, betún como máscara de pestañas, jabón amarillo con agua oxigenada para decolorar el pelo o carboncillo extraído de baterías viejas para oscurecerlo;, detergente en lugar de champú y el Alusil, un antiácido creo, fue un proto gel para el cabello. Mis primeros maquillajes provenían de una acuarela profesional. Para una edad en que la imagen lo es casi todo, cualquier recurso era bienvenido.

Donde no se podía inventar era con el perfume. De niña me encantaba el olor de mi mamá, de sus cosas en el clóset y las gavetas. Era Fleur de rocaille de Caron, todavía el último frasco lo compró en una preciosa tienda (La Habana Antigua) que había en el Habana Libre en los tempranos sesenta, y cuando se acabó el perfume, mi mamá le quitó la tapa diseñada con un manojo de flores y el olor dentro de su gaveta de la ropa interior se mantuvo en el clóset y se mantiene en mi memoria como un olor más allá de la muerte.

Por mucho que quisiéramos, nadie, o casi nadie, pudo volver a asociarse a un perfume; una buena esencia estaba fuera de todo cálculo, hasta las colonias baratas desaparecieron, lo cual no se echaba a ver entre tanto uniforme y las continuas movilizaciones de trabajo agrícola.

Los perfumes ejercen sobre mí una atracción inevitable. Creo que hubiera sido una buena “nariz” para la perfumística, ayudada además por mi nariz semi quevediana. Me frustra con frecuencia alabar un perfume, preguntar el nombre, y que me respondan algo como: –No sé, es un pomito largo con la tapita azul. Nunca entendí cómo un accesorio tan importante podía ser tomado tan a la ligera.

Cuando vine a tener un perfume, fue Moscú Rojo. No me gustaba, pero no podía escoger. Envidiaba la piel de mi hermana, con una química espectacular para que oliera cuasi francés lo que no era más que soviético. A lo mejor aquellos perfumes no eran tan malos, pero tenían algo empalagoso que detesto. Si tenía una salida de caché, le robaba a mi mamá un toquecito de Air du Temps de Nina Ricci que le había traído mi tío de un viaje por Europa. Luego mi hermano Miguel comenzó a trabajar en el CAME y desde Hungría me llegó Charlie de Revlon, una fragancia conocida en Cuba como “el perfume de la Comunidad”, y supongo que una esencia pionera en la perfumística norteamericana que se ha posicionado muy bien en un mercado donde Francia reinó indiscutiblemente. La tercera parte de la dieta en mi primer viaje al extranjero en 1979 la gasté en un Fidji de Guy Laroche, el primer perfume escogido por mí entre muchos a elegir. En ese mismo viaje, compré para el uso diario Astrid, una fragancia de la DDR que recuerdo con tremendo cariño, y que supongo tan desaparecida como aquella Alemania.

Con los años he tenido otros buenos perfumes, pero han sido regalos; ahora que se venden en las tiendas en divisas, ni siquiera ofrecen muestras para oler. Igual los clásicos franceses y los Calvin Klein, DKNY, Carolina Herrera y compañía son tan caros que primero hay que comprar jabón, champú y desodorante fabricados por Suchel, muchísimo más necesarios a estas alturas de mi vida que un perfume de marca.



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