En la historia de hoy, hablaré sobre cómo los integrantes de mi familia hemos sido propensos a peleas y enfrentamientos entre nosotros mismos, en lugar de tener acuerdos.
Mi núcleo familiar era un terreno minado de discordias, griterías, altanería, insultos, amenazas, en el mejor de los casos las respuestas que nos teníamos los unos a los otros eran ásperas, nuestras bocas estaban llenas de golpes de espadas puntiagudas y afiladas. En esa guerra diaria, la cólera tenía un puesto fijo, marido y mujer enfrentados, hijos contra padres, hermanos contra hermanos, sobrinos contra tíos.
Había mucha violencia pasiva, aunque entre hermanos de la pasividad pasábamos a la acción y nos íbamos a las manos hasta bien entrada la adolescencia, eso trajo consigo consecuencias, como resentimientos, falta de confianza y afecto fraternal, las cuales hemos tenido que esforzarnos para superar.
Pertenecer a una familia así, donde además yo era un sujeto activo en estos dimes y diretes sin dominio propio, me hizo hacerme preguntas, ¿por qué éramos así?, ¿por qué todos teníamos ese carácter colérico? ¿de dónde salía tanta altanería y desprecio? ¿por qué no teníamos paz? Algunas respuestas podrían ser nuestro pobre componente social y/o educativo, o componentes genéticos heredados de nuestros antepasados, pero algo era seguro Dios no habitaba en nuestra casa y tampoco en nuestros corazones.
Las relaciones comenzaron a mejorar cuando cada uno fue abandonando el nido, primero mi hermano mayor, después mi hermana menor y por último yo, lo que me hace pensar que la convivencia en 52 m² con un solo baño, en un piso 20, en un edificio con un ascensor la mayoría de las veces descompuesto, con necesidades económicas y la falta de temor de Dios era el cultivo perfecto para la fricción, ira y la hostilidad en nuestras vidas.
Ahora bien, muchas familias resuelven los problemas de convivencia con dinero, es innegable que el factor económico es decisivo, pagando el costo necesario del espacio y la distancia, que si bien no los resuelve, los pone en pausa.
Las familias pobres tienen un camino más largo que requiere mucho esfuerzo, porque en esa convivencia no se tiene más opción que soportar, un viaje que podría ser un infierno pero también una oportunidad para entrenarse en las relaciones humanas, en la comunicación y en la paciencia.
Vivir determinadas experiencias te puede enseñar lo que deseas porque has tenido un modelo que quieres repetir o absolutamente todo lo contrario, lo que nunca querrías replicar, vivir la oscuridad para escapar lo más lejos de ella, el haber vivido sin temor de Dios, para nunca jamás volver a estar ahí.
Por una parte, al casarme tenía muy claro el tipo de relación que deseaba en el seno de mi nuevo hogar, y las minas pendencieras que quería evitar, por otra parte, mientras eso sucedía me esforzaba por tener una buena relación con mis padres y hermanos, y eso vino acompañado de perdón en ambas direcciones, de ellos hacia mi y de mi hacia ellos y estoy muy contenta de poderlo contar. No hay resentimientos, ni heridas y como les dije una vez a mis hermanos, a cada uno por separado "no te preocupes, porque ese pasado nunca ocurrió".
Al final puedo decir, que vivir la oscuridad no es necesariamente una condena, puede ser una gran oportunidad, el dinero lo puede poner en pausa, pero Dios nos da un camino largo para resolverlo, pero sin duda alguna con Él, porque sin Él no vamos a poder.
¡Hasta la próxima!