—¡Bienvenidos a Scroogetown, el único pueblo del mundo donde la Navidad no se celebra! —dijo el guía turístico a través de su micrófono mientras distinguía las hileras de butacas del autobús repletas de turistas que anhelaban olvidar los buenos deseos, la ola de consumismo que invadía los espíritus durante esas fechas y cualquier recuerdo que evocara a Papá Noel, el niño Jesús o los Reyes Magos.
—¡Perdone, señor! —reiteró el guía dirigiéndose a un jubilado—. Si desea bajar del autobús tendrá que afeitarse esa barba blanca. Alguien le podría confundir con Santa Claus.
El guía centró después su atención en un hombre de la tercera fila. Un tipo orondo, de ojos verdes, que comía con la ansiedad de un animal muerto de hambre.
—¡Los polvorones y los mazapanes también están prohibidos!
Cuando bajó del autocar, John comprobó que en aquel lugar la gente tenía una forma extraña de saludarse.
—¡Hola! —dijo al empleado de recepción.
—¡Qué te den por culo!—le replicó el hombre con una voz hueca como el arrullo de una paloma enferma.
John subió con el equipaje a su habitación y
se metió en la ducha. El agua mitigó su dolor como un gratificante bálsamo. Odiaba la Navidad y todo cuanto significaba. Más relajado, bajó a cenar a uno de los salones del hotel. Se sirvió unos trozos de pescado y una ensalada. En el comedor reinaba un silencio sepulcral.
Cuando acabó, fue a dar una vuelta por Scroogetown auspiciado por la media luna que ondeaba en el cielo. Caminó para olvidar, para deshacerse de aquel recuerdo que lo perseguía cada noche desde hacía treinta años.
—¡Disculpe! —dijo una voz a su espalda.
John se dio la vuelta. Reparó en un anciano con una cabellera color ceniza, ojos resplandecientes y los pliegues de unos labios torcidos.
—Yo si fuera usted me marcharía cuanto antes de este sitio.
—¿Me está amenazando?
—No, es solo una advertencia. Este lugar cambia a las personas. Aquí se engendran seres odiosos y se respira un aire insano. En las calles de Scroogetown reina el egoísmo. En este sitio nadie hace nada por nadie. Si ven a una persona tirada en la calle, los ciudadanos del pueblo pasan junto a él sin inmutarse. Tampoco se hacen favores. Si alguien necesita algo sólo tiene dos opciones: morirse o marcharse. Váyase ahora que puede. Este lugar corrompe el alma y hace peor a las personas.
—Eso es precisamente lo que estoy buscando.
—Váyase, se lo advierto. ¿Sabe lo que le ocurrió al pobre Bill?
El viejo se quedó en silencio unos instantes, reflexionando.
—Le ahorcaron por escuchar un villancico.
En el aire flotaba una leve brisa nocturna de malos presagios.
John dejó al viejo y regresó al hotel. No podía quitarse de la cabeza aquella noche del veinticinco de diciembre. Por muchos psicólogos que hubiese visitado, por muchas pastillas que le recetaran seguiría viendo aquellas fatídicas imágenes como una película de terror que se proyecta cada noche en su mente en una sesión doble.
Después fue al bar del hotel y pidió una copa. El camarero tardó más tiempo en servirla que él en bebérsela. A la quinta ya estaba borracho. Se tambaleó subiendo las escaleras. Abrió la puerta de su habitación con dificultad y se internó en las sombras.
Caminaba a tientas como un ciego sin la ayuda de un lazarillo. Se sentó en la moqueta del suelo y se puso a llorar. Un riachuelo salado vistió sus mejillas. Se le contrajo el rostro y pensó en abrazos, buenos deseos y un árbol de Navidad cubierto de espumillones, bolas y luces fosforescentes. A continuación, vinieron como cada noche los fantasmas que le devoraban el alma sumergiéndole en las tinieblas.
Sentía el vodka ardiendo en su garganta. Las cicatrices se hallaban grabadas a fuego lento en su piel. Le dolía recordar. Enseguida se vio a sí mismo a la edad de seis años, con el puzzle de dientes incompleto y una mirada que se perdía en la habitación junto al crepitar del fuego encendido en la chimenea. Distinguió a su progenitor, ataviado con un traje rojo de Santa Claus, una barriga resultado de haberse metido un cojín bajo la ropa y una saca con regalos en el hombro.
Papá le guiñó un ojo. La barba blanca cubría sus mejillas y alrededor de la comisura de sus labios se dibujó una sonrisa. Dejó la saca en un sillón y cerró la puerta. A continuación, se acercó al pequeño y le revolvió las hebras deshilachadas que cubrían su cuero cabelludo como una extensa selva rubia. Luego su padre se bajó la cremallera del pantalón y con el pulgar y el índice sacó un colgajo exangüe de piel muerta.
—Ven cariño, ven a por tu regalo.
Texto: Rubén Gozalo
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