Revista Talentos

Pescando un almuerzo

Publicado el 16 mayo 2017 por Perropuka
Pescando un almuerzo

Mi tía Anita, excelsa cocinera donde las haya, sabedora de mi predilección por la comida hecha en casa, de vez en cuando me llama a su cocina cuando me ve llegar después del mediodía. Seguramente ya almorcé en cualquier parte de la ciudad, pero de todas maneras guardo algo de campito en el estómago para este tipo de incidencias. Sucede que a veces, mis primos apenas probaron bocado por desgano o porque el plato no es de su agrado. Generalmente yo soy el finalizador de esas sabrosas sobras (que no son tal) ya que en cuestiones gastronómicas tengo alma de boy scout, siempre listo para degustar lo que sea, mientras no sean vísceras, aclaro. Por otro lado, soy enemigo de que se tire comida y, si sobra algo, con mucho gusto me llevo el resto para mi refrigerador. Cuántas veces me habré traído junto a los bártulos, en la mochila, un tupper con algún inesperado manjar de la casa de un familiar.Otras veces me encuentro con que me espera un plato servido y tapado en la cocineta de mi departamento. Lógico, otro suculento obsequio que mi tía generosa ha subido para que yo lo devore sin mayores preámbulos. En ocasiones, por diversos motivos llego a casa sin almorzar y toparme con aquello me viene de maravillas. Con el cansancio y el calor que reina en nuestra ciudad, me resulta un tedioso engorro poner algo en la olla a esas horas vespertinas. Por toda respuesta, combato el hambre con una ración de frutas o yogur, los cuales nunca deben faltar en mi despensa. Pero siempre se extraña lo salado, inevitable en mi caso.  En el ínterin de estos días, pesqué uno de esos benditos almuerzos. Una cabañita de trucha, para mayor dicha (en el valle y otros sitios de Bolivia se denomina así a cualquier pescado rebozado en harina y posteriormente freído en aceite, seguramente por las cabañas lacustres donde se ofrecían menús de este tipo). Conviene no abusar de las cosas fritas pero ocasionalmente no viene mal dejarse caer en estos festines, con mayor razón si es con pescado auténtico: de rio y no de criadero. Mi primo Negro, un fervoroso practicante de la pesca, cada cierto tiempo suele adentrarse a los ríos del Chapare para traernos pacús, dorados, o surubíes; o ya sea viajar al parque Sajama, en el altiplano orureño, para correr tras las escurridizas truchas que más tarde daremos fin, con sumo placer, desde luego.¡Ah!, muchos hurras por mi primo el pescador que, gracias a su dedicación y escaso apego por la carne de pescado, me permite participar de sendos banquetes en su nombre. Y gracias a las hacendosas manos de mi tía me permito disfrutar de esta primorosa ración de trucha, engalanada con batido de huevos, cebolla verde y perejil picado, convenientemente sazonada al servir con jugoso limón, para contrastar el crocante exterior de la fritura. Para la guarnición, qué mejor que la suave textura de unas yucas amarillas, dulzonas y apetitosas como ningunas, traídas expresamente de las playas de Machaca, a orillas del rio Ayopaya, no muy lejos de las antiguas haciendas de mis antepasados. Hasta la peor ensalada del mundo, la de remolacha o betarraga –la única que no me gusta-, se deja comer por cuestiones de equilibrio metabólico. Oneroso escollo que tuve que apaciguar con bocados frescos del neutral aguacate. Menos mal.

Y de postre, las últimas uvas tarijeñas de la temporada que, como todo especialista en botánica emocional sabe, las vides y otros frutales despliegan todo su dulzor en la última cosecha, a modo de despedida. Y esa manzana, de tonos amarillos y naranja encendido, maduró hasta el último día en la huerta de un vecino de mis padres y que, luego de un largo viaje, llegó intacta hasta mi mesa. Para hacerle los honores de hincarle los dientes y saber que su jugo era un estallido de recuerdos, los de niño, junto a un árbol recargado de frutos. Pescando un almuerzo

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