Revista Talentos
Phiri, un placer que se extingue
Publicado el 29 septiembre 2017 por PerropukaVine a Sipe Sipe porque me dijeron que acá había lo que buscaba, un producto tal llamado phiri. Mi prima me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a buscarlo en cuanto pudiera, un domingo de esos. Tanto le estuve dando vueltas al asunto, en los últimos meses, que mi antojo seguía creciendo exponencialmente. Y así andaba intranquilo, azuzando a mis parientes para que me trajeran a esta comarca de rojizas tierras y vespertinas ventiscas que hacen silbar los molles. En el mercado junto a la plaza lo encontrarás, me había recalcado la prima.
El domingo pasado, nos bajamos justo frente a la iglesia del poblado y le eché una mirada al reloj de su torre: el artefacto estaba de simple adorno porque mucho ha se había detenido junto con el tiempo. Tenía cierta lógica aquello, pues hay lugares donde no corren las horas, mientras que en las ciudades somos esclavos de su implacable rutina.
A lo que vinimos, mi tía Anita y yo bajamos del jeep para ir a comprar una decena de quesillos para el pan “hojarado” que íbamos a hornear. Como quien está a punto de efectuar un gran descubrimiento, así me sentí mientras emprendíamos la corta caminata rumbo a los pasillos del mercado. El sitio era reducido, no había mayor dificultad para recorrerlo palmo a palmo. Ni rastros del ansiado phiri. Preguntamos a las vendedoras de quesos, meneaban la cabeza casi todas, alguna mencionó que ocasionalmente traían pero en ínfimas cantidades. Por el contrario, pululaban los puestos con aceitosos buñuelos y otras frituras. Sentí que el viaje había sido en vano, y eso que íbamos a estrenar oficialmente el rústico horno de leña levantado pocos días antes. La tarde prometía, porque varias tías se habían compinchado para elaborar pan casero, pero a mí no me entusiasmaba.
En esas estaba, bajoneado y cariacontecido como un perro apaleado, haciéndome a la idea de que tal vez nunca más volvería a probar ese manjar. No es poco, por lo menos son veinticinco años en que no lo he visto más en mi mesa, ni para la foto. Siendo caminante habitual de los mercados populares de la ciudad me he topado con lawas, phisaras, motes de todo grano, humintas y otros platillos de origen ancestral, pero jamás había encontrado algo parecido al phiri. Me extrañaba que siendo un preparado a base de trigo, la gente del valle prácticamente lo ignoraba.
Definitivamente creí haber perdido su rastro, pero en mi recuerdo permanecía imborrable su grato aroma de trigo tostado. Cuántas tardes de mis años mozos habrán sido de plena dicha, mientras degustábamos, con los ojos cerrados, cucharadas de aquel insuperable manjar, rematado con un té de menta que crecía como hierba en el jardín. En lo alto de una colina un tío había levantado una casita de campo que tenía una vista inmejorable de toda la huerta y de los cerros aledaños a Independencia. Entre ciruelos, manzanos y duraznos nos gustaba perder la tarde con mis primos hasta que la tía Marina nos llamaba a comer. Devorábamos como desnutridos todo aquello que salía de esa mágica cocina de leña, cautivados desde ya por su humosa sazón. Ya imaginarán a qué sabía un phiri cocinado en tiznadas ollas de barro. No se imaginan.
Habré dado tanta pena con mi tragedia particular que, al poco rato, la tía Anita me informó que había hallado un poco de trigo guardado en la casa de Sipe Sipe. La tía Lilian conocía los trucos de su preparación porque había heredado de su madre y ésta a su vez de la suya, hasta remontarse a los antepasados. En un dos por tres recobré la esperanza y me fui en busca del tiesto de cerámica en el que se suelen tostar muchas cosas. Había que seguir los pasos que efectuaban los ancestros si queríamos darle seriedad al asunto, no era para menos. Tía Anita, después de escoger minuciosamente el grano para apartar piedrecillas, en pocos minutos lo tostó moderadamente. Había molinillo de mesa para continuar con la faena, pero ese día nos apegábamos al reglamento de los ñaupa tiempos, así que de rigor el batán era el indicado para la molienda.
Por estos brazos cansados juro que me dio gusto ejercitarlos otra vez, recordando que de adolescente molía locotos y tomates para la llajua del almuerzo. Dicen que los músculos tienen memoria, y así lo sentí cuando mis brazos se dejaron llevar por el ritmo, machacando con cuidado para que no saltaran los granos.De a poco fui triturando el trigo hasta dejarlo un tanto áspero, sin que llegue a ser totalmente harina (de ahí, phiri, que significa desmenuzado). A continuación, tia Lilian, en una olla añadió unas cucharadas de manteca vegetal (cómo habrá sido de suculento cuando antes se utilizaba auténtica manteca de cerdo) y una pizca de sal con sus manos expertas. Mezcló en seco los tres ingredientes con una cuchara de palo por unos momentos, mientras se aguardaba que hirviera el agua de la caldera.
Fue entonces cuando fui testigo del arte hecho alimento. Con el fuego a media potencia, revolvía la mezcla mientras dejaba caer chorros del agua hirviente. Yo siempre me imaginé que el phiri se elaboraba exactamente igual al arroz graneado, con el agua que debía secarse lentamente hasta que el grano estuviera reventado. Efectivamente el trigo reventó, luego de unos veinte minutos, lapso en el cual nos turnábamos para remover constantemente y evitar que se pegara al fondo de la olla. La cocción fue prácticamente en seco, mejor dicho al vapor, con periódicos chorros de agua caliente cuando se notaba que el cucharón daba más batalla por la sequedad. Fuera del esfuerzo que significaba el removido, el resto había sido de una sencillez apabullante.
Con quesillo desmenuzado (bien vale también queso común rallado) se completa el decorado en caliente para que el olfato capte la sabrosura en el aire. Y en caliente también se lo degusta, bien acompañado de un tinto café para sentir en el paladar una fiesta de contrastes. Como nutritivo desayuno, como ligera cena tempranera no hay otra cosa mejor. Eso sí, nada de atiborrarse, que en la mesura está el mejor provecho.
Salvemos al phiri para que no se extinga. Una humilde merienda de campesinos que, tal como mis tías mayores contaron, era el alimento básico para el camino, para los largos viajes y duras jornadas en los sembradíos y otras labores de campo.