Revista Literatura

Pier, el derrotado

Publicado el 28 mayo 2013 por Netomancia @netomancia
Su presencia podía causar asombro y hasta miedo. Había nacido en un parto complicado, aunque no fue el momento de su nacimiento el que lo moldó de esa forma. Dicen quiénes conocieron a su madre, que vivía intoxicada y que su aliento sabía a alcohol y otras sustancias. Además, se pasaba horas en la fábrica de papel de sus tíos, donde respiraba un aire contaminado.
Lo cierto es que jamás tuvo la oportunidad de culparla. Murió a los pocos días del parto. Jamás conoció a su padre. Fue críado por los abuelos, que lo mantenían la mayor parte del tiempo encerrado en un cuarto, que ni siquiera era la habitación donde dormía.
El lugar apestaba, dado que no tenía ventanas y la única bombilla de luz apenas si iluminaba el suelo. Creció en penumbras, porque sus abuelos pensaban que de esa manera, quizá pudiera aceptar más rápido lo que era.
Sus manos tenían seis dedos cada una. Había un tercer brazo, que llegaba solo hasta el codo, que crecía al lado del derecho. La nariz parecía partida al medio, como si en el momento de ver la luz algún médico piadoso hubiese querido ahorrarle sufrimientos, asestándole un hachazo sin piedad. Tenía cuatro orejas, si bien solo tenía desarrollado el oído en dos de ellas.
El cabello le crecía en mechones desperdigados y en la piel los lunares parecían multiplicarse como un salpullido. No obstante, Pier era muy inteligente. Demasiado, según pudo apreciar su tutora, luego de acostumbrarse a su presencia y perder los prejuicios.
Era capaz de resolver complejos problemas matemáticos a los ocho años de edad. Su memoria era increíble, no solo para los números. Podía recitar textos larguísimos e incluso, recordar la página exacta en la que estaba impreso cada párrafo.
El problema, el gran problema, era cuando salía a la calle. Muchos, espantados, huían despavoridos. Solo un par de veces la tutora trató de llevarlo al colegio. El temor que causaba fue excusa para que no lo dejaran entrar.
Se las arregló como pudo para educarlo por su cuenta. No contaba con la ayuda de los abuelos, que viendo que ella se ocupaba, se desentendieron del pequeño. Pero para Pier, la educación, era tan solo una parte de su vida. Había otras que le preocupaban y tenían que ver con el mundo que lo rodeaba. Había entendido desde siempre que sus malformaciones eran motivo suficiente para vivir apartado de la sociedad. Era un fenómeno, una rareza.
La imagen de su persona podía causar gritos, pánico, llanto descontrolado en los demás niños. Pero también los grandes lo repudiaban. En ocasiones deseaba estar enterrado, para que nadie lo viera. Sin embargo, estaba Ana. Su tutora, con la perseverancia, el deseo de ayudarlo.
A nadie sorprendió entonces, que el día que ella falleció, cuando él aún no había cumplido los quince años de edad, tomara la decisión que tomó. Pier, para entonces, era un conocido desconocido. Había escrito y publicado, alentado por Ana, decenas de tesis y tratados matemáticos, pero la comunidad científica solo sabía de su existencia a través de sus textos. No acudía a simposios, ni respondía invitaciones para disertaciones. Era un enigma, un ser misterioso.
La misma tarde de la muerte de Ana, sabiendo que la única persona que lo alentaba había desaparecido, se deshizo de sus miedos y salió a la calle. Enojado con la vida, con el destino, caminó por las veredas, disfrutando en secreto las reacciones ajenas, los alaridos sorprendidos de peatones asustados, incluso, el intento de agresión por parte de algunos.
Un patrullero de la policía se cruzó en su camino y dos uniformados, a punta de pistola, le pidieron que volviese de dónde había salido. Pier siguió adelante. Le gritaron la voz de alto una vez, dos veces, tres veces. Los niños gritaban, muchos se escondían, otros cruzaban al otro lado de la calle. Uno de los uniformados apretó el gatillo. La bala impactó en la espalda y Pier cayó. El monstruo sonreía, afirmarían testigos a los diarios de la ciudad.
Solo la comunidad científica lamentó su muerte, cuando meses después, supo que ya no habría nuevas tesis e hipótesis revolucionarias. Sus abuelos nunca reclamaron el cuerpo.

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