No sé dónde la había metido. Es más, ni siquiera fui jamás consciente de que faltaba una; era como si todo encajase en mi vida y mi cuerpo y yo no sintiese la necesidad de pararme a echarla en falta.
Supongo que es como el frío... que te cala los huesos y se acomoda con fuerza tan adentro que, cuanto más y más lo sufres, menos lo sientes. Yo sufrí tantos años su carencia que acabé por no sufrir.
Creo que me la dejé olvidada en el bolsillo de mi chaqueta blanca: aquella tan bonita que tantos piropos me consiguió un verano, hace algunos años.
O igual (ahora que lo pienso) se me cayó mientras me cepillaba enérgicamente el pelo canturreando algo alegre cualquier mañana, que ya sabemos esa manía que tengo de ir dando saltitos por la vida como si fuese un fraggel.
La cuestión es que me he pasado mucho tiempo viviendo sin una piezza del puzzle. Así, como suena. Lo sé, lo sé, tan orgullosa para algunas cosas y tan desastre para otras. Me he paseado por el mundo incompleta, con ese huequecito ahí en medio en el que se adivina una pieza que no está.
Lo más curioso es que no me ha dolido nunca, ni siquiera he sentido molestia alguna incluso cuando fui consciente de que estaba inacabada. Y digo estaba, claro, porque hoy abriste tu mano y me mostraste ese pequeño pedacito de cartón que tenías en tu palma y que yo, rápidamente, reconocí como mío.
No nos hizo falta hablar. Me la colocaste con una sonrisa, tan delicadamente que sentí como si me acariciases el alma desde dentro... y entonces lo comprendí todo.