Pintar a contratiempo

Publicado el 22 octubre 2018 por Ivandelanuez

Iván de la Nuez

Desde el principio de nuestros tiempos, a los humanos nos ha rondado esta incógnita: “¿y nosotros, qué pintamos aquí?” La pregunta identifica el acto de pintar con el hecho de vivir: “pintar algo” significa estar vivo; o simplemente “estar”, que ya es bastante.

Claro que este no es el único significado de la pintura, que hoy puede calificarse como un arte a destiempo. Y no sólo por su testaruda persistencia en esta época cuyas tecnologías insisten en desterrarla al mismo tiempo que la copian sin contemplaciones: basta con que nos fijemos en la simultaneidad digital evocando al cubismo, la pantalla replicando al marco, o el píxel trayendo el esfumato a la memoria.
A todo esto también habría que añadir su ritmo. Con su cadencia analógica, su presteza manual y esa secuencia que incluye el apunte, la preparación de la tela, la espera del secado, los pasos atrás para tomar distancia, el retoque…
El tempo de la pintura es, pues, el compás de la respiración. Tal vez por eso, cuando Marcel Duchamp se pasaba un tiempo sin pintar, decía que estaba ocupado en sus “clases de natación”.
En el acto de pintar hay algo fisiológico, por muy intelectual que nos parezca una obra salida de un pincel, al final siempre arrastra algo visceral consigo. Como un anacronismo consciente que, como la música disonante o directamente desafinada, le entra “atravesado” a esta época.
En ese contratiempo, la pintura no ocupa el lugar de la revolución, sino el de la resistencia. Y en cada pintor se esconde un Chateaubriand que trabaja para perdurar más allá de su vida. Un fantasma dispuesto a aprovechar las ventajas de estar muerto para seguir “pintando algo” en ultratumba.

Michel Pérez Pollo…
Si uno toma los parámetros del clima, los convierte en centímetros, crea un triángulo con ellos, y finalmente a ese triángulo lo cubre de capas, puede hacer que el tiempo desaparezca. O, por lo menos, que se convierta en una forma abstracta.
Estos cuadros son el resultado de ese encubrimiento, el envoltorio de una memoria que no se deja ver, la consecuencia de una estética de la desaparición.
Y ese es el norte de una pintura que alcanza su clímax cuando borra el clima.
Esta es una estrategia persuadida de que la verdad, en pintura, no debe ser exhibicionista u obvia; ni tendría que transportarnos al éxtasis de una pasión “a primera vista”.
Las medidas de Humedad, Presión atmosférica, Temperatura o Velocidad del viento… primero funcionan como bocetos, después como volumen, más tarde como un lienzo.
Por eso, pintar aquí no implica subestimar el contenido, sino revestirlo. Como un iceberg que sólo deja ver el 25 % de su volumen. Con esa figura ligeramente triangular, que aparenta una vela al viento mientras oculta la mole de hielo que la estanca.

Alejandro Campins…
Si hay que entrar en el desierto pintado, ya estoy en el desierto pintado. Valga parafrasear a Borges, aunque sólo sea para ahorrarnos protocolos inútiles. Entrar en el desierto como quien se adentra en una magnitud sobrehumana y queda cautivo en este paisaje, ubicado en Arizona, cuyas constantes “pictóricas” se sostienen en lo irrevocable, lo intemporal, una teatralidad sobrecogedora.
Aquí, el tiempo alcanza una dimensión absoluta en comparación con la relatividad de la mirada. Y es que, los 225 millones de años de este paisaje aplastan a los 10 000 años de la historia humana.
Así de descomunal es esta desproporción.
Tales cifras agudizan la carga dramática de esta pintura en la que pasado, presente y futuro se amalgaman y dejan fuera de lugar el drama griego, despojándolo de la clásica secuencia del planteamiento, el nudo y el desenlace.
“Desierto pintado”, fue el nombre que los conquistadores españoles le dieron a este paisaje por su visualidad. “Bad Land”, con el que lo bautizaron los indios por su aridez. En un caso, resplandece lo estético. En el otro, lo físico. Los primeros, dispuestos a colonizarlo. Los segundos, a sacralizarlo.
En uno y otro caso, el lenguaje de la naturaleza y el de la pintura ya prefiguran una condición abstracta. Y la trascendencia de este paisaje acaba por doblegar a cronología en nombre de la intemporalidad.
Esa, precisamente, es la victoria que se permiten estas pinturas sobre la historia. La fría venganza de condenarla a un lugar perdido del espacio, un fragmento infinitesimal del tiempo.

Juan Miguel Pozo…
El tiempo tiene también una dimensión política y se perfila como una condición “humana, demasiado humana”. Es el caso que exploran estas piezas, que no tratan la inmutabilidad del desierto ni la variabilidad del clima, sino esa mutación temporal que determina la historia, en una escala menor que sólo comprende lo humano.
Aquí no se busca, pues, cubrir o recubrir, sino descubrir. Y más que la realidad, lo que se persigue es una idea de verdad. No son imágenes abstractas las que arman en estos cuadros, sino unos momentos concretos por los que la política ha ido trazando su hiperrealismo agobiante.
Así, en el espacio del capitalismo triunfante, asoma la iconografía del comunismo vencido. Bajo la apoteosis del mercado, se deja ver la sombra de la vida colectiva. Y sobre el aclamado cacareo de la convivencia, se respira el aire de la violencia.
Estas pinturas del fin de un imperio dibujan esa tierra quemada en la que algunos aplauden un tránsito, pero que, al final, termina por definir una estancia definitiva del mundo.
Por eso, aquí “pintar algo” no es más que la libertad de manipularlo todo. De alojar, en el mismo perímetro, el encontronazo entre épocas -cortas en años, inmensas en significados- que han marcado la historia reciente.
Y si la atmósfera que flota sobre estas piezas nos remite a Berlín o La Habana, es porque son dos ciudades cuyo principal renglón productivo no hay que buscarlo en la economía y la industria, sino en el arte y la retórica.
En medio de esta colisión, el contratiempo de la pintura consiste en desvelar el tempo de este nuevo modelo del mundo, que no es otro que el de la incertidumbre.

(*) Textos para la hoja de sala de la exposición Pintar a contratiempo, que estará entre el 16 de octubre y el 24 de noviembre en el Centro Hispanoamericano de Cultura de La Habana.

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