Llevaban poco tiempo de casados, pero la seguridad y la confianza que Alfredo le daba en todo momento, habían conseguido adormecer su libido. Ella le amaba, sí, pero no estaba segura de querer acostarse con el mismo paciente y previsible hombre durante toda su vida. Otras hubieran dado lo que fuera por un marido tan fiel, tan prudente (tan aburrido, se dijo alguna vez), pero ella… ella… era distinta a todas. Aquella noche debían acudir a la exposición de pintura de Claudia Mur, una compañera de trabajo de él. Armados con sendas copas de vino y vestidos para la ocasión, departían con el resto de invitados hasta que la artista que compartía vida laboral con su marido hizo acto de presencia. No era guapa (Alfredo dixit). Era espectacular, y eso -de entrada- fue la primera sorpresa de la velada.
-Tú debes ser la mujer de mi amigo ¿no es cierto? Me ha hablado mucho de ti durante nuestros cafés. ¿Verdad, Al?
-Sí, soy yo. ¿Claudia…? Magnífica exposición: te felicito. Me gusta tu pintura, es… ¡fresca!
Y una vez escupido el pensamiento y sorbido el trago de Rioja que ayudaba a digerir la competencia establecida, la pintora se disculpó con la boquiabierta mujer del presunto aburrido y se lo llevó del brazo a un rincón más privado, donde la complicidad existente entre ambos se hizo tan patente como el esfuerzo de él por acomodarse discretamente el deseo. Su mujer -untado el sexo con virtuales pinturas de guerra- no esperó mucho más para acercarse a uno de los absurdos y pueriles cuadros de la chica, servidor de adúltero marco, y se dirigió en exclusiva a su esposo.
-No me encuentro bien, cariño. ¿Me acompañas?
La ostensible carga del paquete del cariño pedía a gritos un alivio, pero ni era el momento ni el lugar. Ella estaba enferma – se pensó Al con la poca sangre que le quedaba en el cerebro-; la acompañaría al lavabo y luego se excusaría con Claudia. ¿Qué otra cosa podía hacer?
-Pestillo cerrado, cremallera abierta -dijo ella en voz baja, arrodillándose ante la auténtica obra de arte.
-¿Pero tú no estabas mal? -preguntó él mientras se desabrochaba con rapidez el cinturón.
-Ya lo creo… Nunca he tenido tanta fiebre. Debe ser una reacción a algo que he comido, o bebido, o… visto.
-¡Dios! ¡Qué sorpresa! Si nosotros nunca, tú nunca…
Alfredo no acertó a decir nada más. La capacidad de su verbo había sido sustituida por la de su verga, que tras servir de aperitivo a la ansiedad de su celosa mujer, acabó por explotar sin remedio, anclada al reverso de sus caderas. Como un animal agradecido, lamió con lentitud su exquisita nuca y la desembarazó de sus zarpas, no sin dejarle algún rasguño como recuerdo de amor.
-Humm… Tendremos que despedirnos de la señorita Mur ¿no te parece? -le susurró ella al oído antes de cogerlo del brazo y apoyar la cabeza en su hombro.
-Anda, déjalo -respondió él con una sonrisa cómplice mientras salían de la sala-. Por cierto: sea cuando fuere, no quiero que nos perdamos su próxima exposición…