Ante la bronca de Ana no me queda más remedio que coger el periódico y hojearlo en busca de inspiración dada mi sequedad. Y lo encuentro.
Hoy leo en el periódico que una de cada tres mujeres europeas de entre 18 y 74 años ha sufrido algún tipo de abuso físico, una de cada diez ha sido agredida sexualmente y una de cada veinte ha sido violada alguna vez en su vida. Y pese a lo enorme de estas cifras apenas un 14% de las víctimas denuncia a la Policía las agresiones más graves.
¿Los motivos de este silencio? No lo se, a veces ocurren dentro de la pareja con lo que la situación se complica a menos que haya una situación continua de maltrato y peligre la propia vida, e incluso así ya sabemos que la violencia psicológica que el maltratador ejerce sobre la víctima es a veces más terrible que la física, por la anulación de la voluntad a la que somete a la mujer.
Otro motivo puede ser la vergüenza, o la creencia de que no ha sido para tanto, porque ¿Cómo catalogamos la violencia sexual? Es una sensación tan subjetiva que no creo que se pueda evaluar hasta que punto una mujer se siente violentada ante determinadas conductas sexuales agresivas o forzadas. Aun recuerdo las desafortunadas palabras de un Juez que catalogó de abuso sexual la violación a una chica porque el violador no la había penetrado personalmente, sino que había utilizado una botella. ¿Aplicaba la ley o su convicción moral? Cualquiera de las dos cosas me parece injusta.
Recuerdo ir por la calle a partir de los trece años y sentir el aliento en la oreja de algún viejo verde que te susurraba al pasar lo que te haría o dejaría de hacer. Es increíble lo que puede decir una lengua sucia en apenas tres segundos, a una adolescente. Lo de los piropos de hace treinta años desde las obras no se si se puede catalogar como violencia verbal, pero también recuerdo ir sorteando determinadas obras de mi barrio para evitar aquellos gritos que me hacían sentir terriblemente avergonzada. Además si no les sonreías al recibirlos eras una antipática y una creída.
Lo de los sobeteos tampoco lo llevaba bien. Con quince años coger un autobús para volver a casa se podía convertir en un suplicio si en el asiento de al lado se sentaba un hombre. Eran verdaderos malabaristas porque notaba que alguien me tocaba pero si me giraba no conseguía pillarlo, parecía literalmente que tuviera cinco o seis brazos. Lo mejor era no sentarse e ir de pie. Al final me volvía tan desconfiada que ante las aglomeraciones no sabía si el frotamiento por detrás se debía a los empujones o el señor se estaba aprovechando de la situación.
Con la edad aprendes a defenderte, a sacarle los colores al viejo verde que se acerca e intenta lamerte la oreja, a enseñar el dedo al simpático albañil, pero sigue molestando y mucho.
Es violento que un amigo intente sobrepasarse contigo, y que aunque no utilice la agresión física, solo su superioridad muscular y sobre todo, la sorpresa, solo tengas ganas de huir de allí y no volverlo a ver. Es angustioso cuando esa situación se produce con un extraño y sabes que estás en inferioridad de condiciones y agradeces aliviada que un amigo menos borracho lo aleje de ti.
Nada de lo que he contado me ha traumatizado especialmente, únicamente me ha vuelto desconfiada, hay un momento de mi juventud en la que creo que estaba siempre a la defensiva, y lo peor, es que al final te acostumbras.
Ahora tengo una hija adolescente, catorce años, los mismos con los que yo recuerdo empezar a tener que soportar las “gracias” de muchos hombres y me crea una gran impotencia saber que ella seguramente se tendrá que defender de lo mismo que yo, de lo mismo que millones de mujeres que al final asumen que eso es lo normal, que no es denunciable porque solo hace daño a la dignidad, y eso es difícilmente demostrable.
El sexismo cotidiano.