Placeres confesables (o no)

Publicado el 30 mayo 2010 por Fernando
Un minuto de mi eternidad es el blog desde el que Akasha Bowman me ha distinguido con el reto de enumerar siete de los innumerables placeres, grandes o pequeños, efímeros o duraderos, confesables o inconfesables, que este su seguro servidor tiene a bien apurar a lo largo de sus días.
Aunque pudiera parecerlo, no es tarea fácil; al menos no lo es para mí. Por este motivo, y con su permiso, voy a delegar la tarea (no sin cierta dosis de cobardía reconocida) en varios de los personajes que pululan por mis novelas. Amén de ser más interesantes, se expresan mejor que yo.
Sea:
1.
Entrar en el hamam era la única forma que conocía Pablo de detener el tiempo o, al menos, de alargarlo. Allí, una vez cerrados los ojos, soma y alma se escapaban por los poros de la piel gota a gota, disfrazados de sudor, para regenerarse entre aguas calientes, templadas o frías y regresar a su origen. Un ciclo anímico, un tránsito circular, una vida en miniatura. Luego, en el foyer, recostados en cómodos sillones y envueltos de pies a cabeza en toallas calientes, esa vida renovada discurría de boca en boca, de mente en mente, y se difuminaba en bucles de pensamientos y palabras rezumando paz interior. A una indicación del encargado, un chico salía raudo, cruzaba la calle y volvía sosteniendo una bandeja colgante en la que dos vasitos con forma de tulipán se mecían guardando en prodigioso equilibrio la poción mágica llamada té. Sí, Pablo prefería esos momentos en los cuales el keyf tomaba forma, la vida se ensanchaba, fluía majestuosamente a través de un espectáculo reconfortante a la par que misterioso.
El intangible keyf: algo así como armonía, placer, sosiego. El keyf es todo y nada, hacer y no hacer; sentarse a la sombra en verano o al sol en invierno, y convertir el tiempo en aliado; disfrutar de una compañía grata esperando a que se decanten los posos en la taza de café; ver pasar la vida codo a codo con el amigo del alma, con el marido amante, con la abuela sabia, con esa hija pequeña que tararea su primera canción...
2.
Se levantó para apagar la luz y regresó a su sillón. Le gustaba la penumbra, el silencio, la bahía iluminada, el cabello revuelto de Nora… Su intención era disfrutar de todo ello el mayor tiempo posible, como hacen los niños cuando algo les agrada; como hace la mayor parte de los hombres a pesar de haber dejado de ser niños; como hacen los perfectos caballeros, que no son sino una especie de niños refinados. Pero fue otra intención frustrada por el sueño, que le alcanzó despacio, disfrazado de suave complacencia.
3.
Los vasos de ayran fueron reponiendo lo que perdían en las gotitas de sudor que lustraban sus cuerpos. Ella, cerrados los ojos tras las gafas de sol, se abanicaba, daba aire al nirvana provisional en que se hallaba, reuniéndose con su alma en esa nada amniótica convertida en refugio; él, abiertos los ojos tras las gafas de sol, se recreaba en el perfume, en los gestos, en la geografía de la cabeza y extremidades sentadas a su izquierda, imaginando una toponimia singular con que poder distinguirla del resto de los mundos conocidos o imaginados.
4.
Smirna duerme. Acabo de asomarme a su habitación. No está acurrucada, hecha un ovillo contra un lateral de la cuna, sino boca arriba, con los bracitos un poco abiertos y el chupete caído a una costado de su carita de ángel. Relajada por completo. Parece sentirse segura. Al menos esa es la sensación que he tenido. Ya no me pesa tanto la angustia de sus despertares, sus enfados; no sólo porque han remitido algo, sino también porque empiezo a encararlos mejor, con más recursos (los que ella misma me proporciona) y más éxito.
5.
Siempre me ha gustado, me ha apasionado crear, construir, dar una forma real a las cosas que imagino, vencer el reto, calcular las resistencias, eliminar la nada... Ya lo sabéis. Es mi pasión, mi habilidad. No me cuesta nada.
6.
Toman café recostados sobre la almohada. Por las rendijas de la persiana se cuelan unos hilos de luz. Un leve rumor llega de la calle agrietando el silencio.
Ella termina su taza y la deposita con la servilleta en la mesilla. Vuelve a tumbarse acurrucada y se queda mirándole fijamente, con una gravedad serena. Él, entre sorbo y sorbo, le responde con el mismo gesto, si bien éste deriva pronto en una sonrisa contenida.
―Gracias —susurra ella; luego se incorpora para sentarse junto a él, le besa y, sin palabras, le pide que la abrace. Cuando unos brazos grandes y cálidos la rodean cierra los ojos con un gesto de añoranza satisfecha. No tarda mucho en quedarse dormida.

7.
Navegábamos con rumbo oeste una cuarta al sur, después de haber doblado el cabo Villano, con más de doce nudos en la corredera y el viento norte-noroeste por la aleta de estribor. Recibíamos las olas por la amura de estribor, orzando para remontarlas y no recibirlas de través. Al capitán y al patrón les gustaba navegar así, a un descuartelar, al borde del frescachón. Se agarraban al pasamanos de barlovento, irreconocibles bajo los sudestes y las capas de lona encerada que se echaban sobre los chalecos de lana de Guernesey que todos llevábamos, dando órdenes de continuo, atentos al rumbo, a la tensión de la jarcia, al punto exacto de orientación de cada vela, a las olas y al horizonte.
(Fragmentos extraídos de Kismet, Tres Gymnopedias y Las lágrimas de Eurídice)
La segunda parte del reto consiste en trasladarlo a tantos bloggers como placeres descritos, pero es costumbre inmemorial de este territorio trasladarlo a cuantas lectoras y lectores lo deseen. Sean valientes, no como un servidor.
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