Parecía un cura y aparentaba tener veinte años más. Se cubría el cráneo con un gorro ruso de pelo y se abrigaba con una trinchera como la que heredé de mi padre para ir a las viñas. Portaba unas gafas de concursante de Cesta y Puntos o de seminarista de película rancia; se acompañaba de una cartera negra y antigua dando más gravedad a la imagen que proyectaba. Era al principio de la famosa década de los ochenta del siglo pasado y parecía sacado de Plácido: don Gabino Quintanilla.
Afirmaba a quien le quisiese oír que era anarquista y católico, leía el «Ya» como mi abuelo. A todo le ponía un pío, creo que fue el primer conspiranóico que conocí. Todo estaba urdido, o por el mercado (mira tú lo que podría urdir Francisquete el tocinero en su puesto del mercado de abastos, pensaba uno en su ignorancia) o por el poder. Todo: las revistas, los discos, la ropa, los porros, las discotecas, las bebidas carbonatadas, pertenecen a un plan trazado de antemano por los poderes fácticos. No por cualquier chicha y nabo que estuviese de presidente del Consejo de Ministros o de rey, sino por los que dominan el mundo: banqueros, hombres de negocios, traficantes de armas, la mafia y todo eso.
Era profesor agregado de instituto, nos impartía en F. P. la asignatura llamada «Humanística», en el curso que nos dio lección, el programa era Antropología y Psicología. Él era psicólogo. La primera clase consistió en explicarnos porque, a pesar de que la RAE permitía el uso de sicología, debíamos usar psicología, debido a que sin la «p» es higo y con ella mente, por el origen griego de la palabra (servidor se acordaba del chiste de Edro, el de la olla odrida). Fue director del grupo de teatro de instituto del que forme parte (¡Oh, Tebas inmortal, mira tus plantas!…).
Tenía una novia algo rarita con la que casó ese mismo verano, previamente se recortó la barba, cambió de gafas, se saco el permiso de conducir y se compró un Renault 7 como el de su compañero de piso, si ese marchaba bien, para que iba a comprar otro. Fue uno más de los muchos profesores que durante los años de instituto pasaron por nuestras vidas.