Los latidos de un corazón en la cabeza, mientras descansaba en su pecho. Desde siempre desbocados, alterados por las distancias suicidas.
Aquella música tenue se aventuraba a susurrar cualquier canción, mientras las yemas de los dedos se adentraban en el follaje de su piel. Se leían los desnudos entre líneas, como niños que aprenden a leer y tienen miedo de dejar escapar sílabas complicadas.
Cuando su canción empezó a sonar en medio de aquel silencio, no pudo evitar cantarla en voz baja, a pesar de lo poco que le gustaba que le escucharan. Se dio cuenta de que aquel lugar e instante parecían recién sacados del plástico. El olor a nuevo impregnaba aquel desorden, estrenaban la calma de no pertenecer a nadie más que a ellos mismos. La perfecta agonía de no deberse ni la vergüenza, sino setecientas veintiocho caricias en plástico de burbujas con un vale de compra por setecientas veintiocho más si aun les quedaba sed.
Un millón quinientos setenta y siete mil seiscientos doce besos en la frente, en la nariz, en los labios. Le iba a regalar un millón y medio de besos más, porque por más que sean nunca estarían de más. Y como el chocolate, de repetir veinte veces no los iba a rechazar. Todas las calmas por venir y los estrenos sin confirmar. Las fechas sin terminar y la incertidumbre de las canciones que faltaban por sonar. Le iba a regalar aquella calma y la paz eternas, por las guerras pasadas y los tratados firmados, por reconstruir sin materiales reciclados. Era el consumismo perdido de las ganas que tenía de robarle del corazón a los besos, de llevárselo todo gratis a cambio de su todo sin precio.
Y allí sobre su pecho, escuchando el murmullo de aquellos labios sin cadenas, todos los rotos y descosidos se volvieron moda vintage. Todos sus arreglos fueron sentirse perfectos, porque los corazones heridos no se concibieron para vivir en plástico de burbujas, sino para jugar con ellos a los amores de vértigo con los que no se atreven los nuevos, por no tener nada que perder.