Revista Fotografía

Playa de Xagón en el concejo de Gozón. Por Max

Publicado el 17 noviembre 2011 por Maxi

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Era domingo por la tarde y estábamos un tanto cansados del encierro entre las cuatro paredes –llevábamos todo el día enjaulados en el dulce hogar- así que de común acuerdo con mi querida compañera, montados en el auto, tomamos la Y griega dirección Avilés, nos desviamos a su entrada por la carretera de Luanco y unos metros más allá seguimos a la izquierda rumbo a San Juan de Nieva, terminando por aparcar en una curva, al poco de iniciada la bajada a la playa. Es lo bueno que tiene el vivir en una ciudad de tamaño ideal y contar con unos alrededores de ensueño, a los que puedes llegar en menos de media hora de auto.

Cualquier época del año es buena para pasear, descansar, o trotar al borde de este extenso arenal de unos dos kilómetros. Puedes disfrutar a pleno pulmón de los olores frescos y húmedos de la mar, admirar su amplia panoplia de colores verdes, azules u ocres, y con un poco de suerte hasta acertar a ver surgir los destellos del sol del mismo agua, a la llegada de la noche; ¡en fin! el motivo y beneficios estaban claros, el contagiarte de la vida sensorial que esparce este generoso arenal, en toda su extensión y sin cobrarte nada por ello.

Esta playa pese a la proximidad de Avilés no se queda pequeña ni en pleno verano, hay sitio abondo pa todos, sean estos surferos, jugadores de raquetas, amigos de hacer volar la cometa, o xugar a la pelota, ahogar las pulgas del perro en el agua, bañarse en porrica… u lo que se tercie, y nada digamos de los aficionados a la pesca con caña que a veces son legión, dada la merecida fama de que goza esta amplia puesta, gracias a las lubinas que dicen haber capturado por aquí, aunque por lo general los de este gremio, ya sabemos que suelen ser un poco exagerados; y hasta los más arrojados practican el parapente y vuelan como moscardones sobre tu cabeza, después de lanzarse desde el alto acantilado. Absolutamente todos sin discriminación, tienen su acomodo, aunque sea en las horas alrededor de la pleamar.

Caía la tarde y éramos muy pocos los que en aquellas horas tardías, nos aventurábamos aquel festivo en la playa. Sobre la línea donde mueren las olas, alguna osada sujetaba con una mano los botines de charol y del otra le colgaban los calcetines como bandera al viento, con el pantalón subido por encima de las rodillas, caminaba por la orilla empapando sus pies desnudos en la espuma que debería estar helada. Si no fuese por las engorrosas medias que me comprimen las malvadas varices, seguro hubiese caído en la tentación de imitarla. Al fondo dos jinetes montados en sus yeguas, galopaban al borde del agua dejando en la arena húmeda, bien marcado su herrado y caprichoso sendero.

La espuma del pequeño temporal dibujaba cientos de surcos blancos sobre la superficie levemente rizada, y dado que estábamos pesarosos por no poder gozar a plenitud del agradable dibujo, así que decidimos elevarnos para poder contemplar aquella maravilla a vista de pájaro desde las alturas de Cabo Negro, por lo que tuvimos previamente que recorrer toda la extensión del arenal. Vuelta la vista atrás según íbamos ascendiendo por el acantilado, la ciudad de Avilés volvió aparecer con su ría, a nuestra izquierda como una espuma azul, detrás de la península de San Juan de Nieva. Cuenta este extenso arenero con campos dunares y un par de lagunas interiores donde se refugian y solazan entre sus juncos, varias especies aladas y varias más de sangre fría. Cerca de la orilla, se perfiló una sombra, borrosa de principio, fue poco a poco agrandándose, dibujándose. Era un barco que esperaba para adentrarse en la ría, y según avanzábamos por la playa, fue descubriendo el amplio volumen de sus bodegas.

Acunado por la brisa que llegaba del mar, entre dos mundos uno líquido y azul el otro sólido y amarillo, pensaba en la pequeña humanidad, en la ajetrada e insignificante vida, tan modesta y hostigada, esperando que llegue el lunes para volver a la rutina y moverte como un grano de arena perdido en la polvareda de los mundos, sumido en la miserable legión de hombres, diezmados día a día por las enfermedades, aplastados por los terremotos financieros, sacudidos por un mundo que gira y gira sin control. En esos míseros seres casi invisibles al final del arenero y tan cerca de la gran urbe, tan vanidosos y locos, tan pendencieros, que se ocupan en perder el tiempo matándose unos a otros, no teniendo más que cuatro días para vivir y disfrutar de estos paraísos que todavía –por poco tiempo- nos brinda la naturaleza.

¿Hay algo más agradable que dejar correr el pensamiento, mientras se avanza con parsimonia por el borde del acantilado, muy cerca del pueblo de Laviana? Envueltos en luz, acariciados por la brisa, caminamos contemplando las olas que van llenando de paletadas con destellos amarillos y blancos el grandioso lienzo. Desde arriba contemplaba maravillado la inmensidad de la rectilínea playa y poco cuesta imaginar, que aquellas diminutas viviendas que apenas se divisan en la lejanía, encaramadas en lo alto del istmo de San Juan, que en un día no tan lejano, seguro que mismamente aquella que aparece aislada junto al camino que serpentea, era antaño una reducida vivienda de pescador, con paredes de barro y techo de paja; que tenía frente a la puerta un huerto grande como un pañuelo, donde crecían algunas cebollas, coles y perejil, todo ello rodeado por una empalizada de troncos de castaño. El hombre ha salido a pescar, la mujer está remendando las redes tendidas a lo largo del muro de cierre, como una inmensa tela de araña.

En la leve niebla dormida sobre la playa no calaba el más leve soplo de aire. Parecía una nube de algodón recostada y dormida sobre el agua, se distinguía la orilla, aunque confundida con los vapores de formas raras de las nubes. El perfil de una pareja corriendo con el perro se destacaba sobre el oscuro acantilado del fondo y el reflejo claro del sol sobre la orilla húmeda. Las asemeyas ya no salían nítidas, no cantaban los gallos pero si ladraban los perros, sonido que llegaba apagado desde los dispersos núcleos habitados. El mar se estaba tranquilizando si acaso continuaba un poco rizado; aun así me sentí emocionado por el silencio extraordinario que se adivinaba envuelto por el fondo rumoroso de las olas. Todos los animales, ranas y sapos, esos cantantes nocturnos de las lagunas dunares, aparentaban estar callados. La noche poco a poco hacía su presencia y no apetecía marcharse, de pronto, a mi derecha, muy cerca de mí, una rana croó. Me estremecí. Se calló. Fue la señal de dar comienzo al regreso.

Denomino esta playa como Xagón por que mi suegra Nieves –ya fallecida- así la llamaba y como nacida y habitante del concejo durante toda su vida, seguro tenía sus poderosas razones para hacerlo.

Playa de Xagón en el concejo de Gozón.   Por Max.

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