Recapitulemos: le di una limosna a un mendigo y él me regaló una joya, el Poemario incendiado de otro pordiosero, Mateo García, del que poco sé; tras deleitarme con los versos, fui en busca del mendigo generoso, convencido de que no era otro que el mismísimo Mateo (los poetas, ya se sabe, suelen ser muy pobres en bienes materiales, un precio que no deberían pagar, pero pagan muchas veces, por ser tan ricos en bienes espirituales); pero no, no era Mateo García; del poeta mendigo únicamente supo decirme que había desaparecido de un día para otro y que se había quemado las manos de joven por alguna razón que no había compartido con él.
Esa misma tarde de enero, menos invernal que otras, la frustración me recordó que en el libro de apenas 55 páginas (bien conservado, como si nadie lo hubiese leído), donde nada sobre el autor aparecía, sí figuraba el nombre de la imprenta, su dirección y la fecha de un ayer en el que yo era joven. Oscurecía con la habitual diligencia de los días pertenecientes a la época más fría del hemisferio septentrional (helaba ya) cuando llegué a la calle donde, en lugar de la imprenta, había un bar. Le pregunté al camarero por ella. No, nada sabía de esa probable imprenta del pasado. Averigüé después que, en efecto, había cerrado años atrás.
Así concluyeron mis pesquisas y comenzaron mis conjeturas.
Las manos quemadas del autor (el incendiado del título podría interpretarse como un incendio de la pasión) me condujeron de cabeza al verbo incendiar, al prender fuego a algo que no debería quemarse.
¿Te arrepentiste, Mateo, de echar al fuego los versos e intentaste remediar el daño cuando todavía estabas a tiempo de negociar con las llamas, de ofrecerles la piel de tus manos jóvenes a cambio de lo que acababas de entregarles, seguramente lo mejor de ti? O ¿alguien te los arrebató y te obligó a negociar con ellas?
Como nunca conocería al Mateo García real (nunca podría estrecharle la mano, nunca podría demostrarle mi admiración siquiera con ese simple gesto), decidí crear a un Mateo García ficticio y respondí por él a la segunda de las preguntas, menos poética que la primera pero más interesante para mí, que algo sé de contar historias de similar talante, de esas en las que el hombre es un lobo para el hombre (poco tienen de irreales, escrito sea de paso, pues enseguida presto atención a lo que me cuenta la vida y aun hoy conservo intacto ese buen oído que se atribuye a los profesores aunque yo ya no lo sea).
El Mateo García imaginado no me dio para un personaje principal, pero sí me sirvió como elemento clave cuando Celina (protagonista secundaria en la novela En aquel tiempo, donde desaparece sin dejar rastro, sin despedirse de nadie, como el Mateo real) regresó a mi mundo preferido seguida por los recuerdos y los perros mientras dejaba atrás un pasado de hijos muertos y soledades.
Ambos, el joven Mateo y la pelirroja Celina, viven en el relato Nunca seremos ángeles, demasiado largo para ser incluido aquí pero a disposición de cualquiera a través del enlace anterior (páginas 19 a 27 del libro).
Como los minutos corren y corren y vuelven a correr y no podemos detenernos mucho en ningún sitio y, por tanto, es improbable que alguien lea el cuento (¿no es un cuento la propia existencia de todos nosotros narrada por un autor que tan pronto nos acaricia como nos abofetea, voluble madre o padre o Dios?), debo añadir que ese relato corto, además de llevar por título el último verso del primer poema (sin titular, como los demás) con el que el Mateo García real se presenta en su Poemario incendiado, está igualmente encabezado por su poema o ciertamente amarga declaración de principios (por él firmada, que ladrón de versos no soy).
Mientras seamos nosotros, ese mismo cielo tan lejano,