Aquella mañana, las pompas de jabón y su fantasía le salieron al encuentro en la avenida.
Últimamente, tan solo escuchaba noticias catastróficas en el telediario y necesitaba evadirse como fuera.
Es más, ya ni escuchaba el telediario, pues le producía una desazón considerable que a veces le impedía casi respirar.
Para ello, se había vestido de Primavera y se había ido a la calle, a saborear la mañana.
Lucía un sol juguetón y cautivador.
Quizá un poco exagerado para la época, pero que no molestaba en exceso.
La belleza y la fantasía de las cosas sencillas, suelen aparecer de repente. Pero para saber disfrutar de ellas, hay que saber mirar.
Hay personas, que arrastran su mirada a ras del suelo.
Van inmersas en sus propios pensamientos, en sus problemas, en su pequeño mundo.
No ven más allá de sus propias narices.
No alcanzan a ver las nubes con sus formas variopintas, ni los pájaros revoloteando a su alrededor, o la sonrisa de un pequeño niño inocente, ni los pasos vacilantes de un anciano al cruzar un semáforo.
La dureza de la vida misma, ha hecho que se olvidaran de mirar.
Mirar y ver a su alrededor.
Por eso, ella, no dejaba de mirar y ver.
La risa cantarina de unas pequeñas niñas le habían devuelto la alegría de vivir.
Trataban de coger en el aíre las pompas de jabón que volaban libres.
Las pompas de colores, por efecto de la interferencia entre las ondas de luz, aunque apenas duran solo unos segundos, alimentan la ilusión de los más pequeños.
Y de los mayores...
Porque la felicidad, son momentos.
Y todos, en mayor o menor medida, tratamos de atrapar esos momentos.
Efímeros, como las pompas de jabón.
Ella, se paró largo rato a contemplar aquel juego entre las niñas y las pompas de jabón, y hasta se lanzó a coger una, que se desvaneció con rapidez al contacto con sus dedos.
La felicidad, es así, se escurre y no se deja atrapar fácilmente.
Pero hay que atreverse a correr tras ella, como las pequeñas niñas.
Gritos, carreras, risas...llenaron la mañana de sueños por cumplir.
Era un espectáculo encantador, que no pasaba desapercibido a los transeúntes deseosos de sonrisas.
También, ella, había acabado sonriendo.
Al fondo, los toros buenos y nobles en el Monumento al Encierro, también parecían sonreír.
Y los mozos, con su pañuelico al cuello.
Se alejó, dejándose besar por los rayos del sol y con una carga de energía positiva.
Y todo ello muy barato.
Tan solo mirar, y mirar...